Alejandro Duma
-¿Qué es?
Y por la mueca cruel de Mauri ya me figuré que nada bueno. El insecto se retorcía, intuía el peligro, buscaba refugio en las rebabas de cemento de aquella escombrera.
- Es un cortapichas – lo amenazaba con un palo de madera tanteando el momento de despanzurrarlo -. Si te lo acercara allí seguro que te daba un buen mordisco.
Con los años supe que también se le podía llamar cortapicos, como supe otras tantas cosas más, pero en aquel instante me sentí amenazado por aquel insecto, me imaginé un dolor quirúrgico y profundo, de carne tajada y sangre, igual al de mi reciente operación de fimosis, un par de meses atrás. Mi madre andaba todavía a vueltas con aquello y cuando entraba en la ducha me hundía un par de palmos en el agua, hay que sacar el sapito, que si no te lo volverán a cortar, pero el sapito no salía, palpitaba su cabecita gorda plegada entre acordeones de piel, estaba pálido y asustado todavía por la operación. Recuerdo bien el día fatídico, fuimos en coche, iba animado porque a mi hermano mayor también se la hacían y según todas las opiniones le tenía que doler más que a mí. Luego supe que era mentira, a mí también me dolió mucho, me tiraban con fuerza los puntos y me escoció al orinar durante días; poco importó entonces el dolor de mi hermano, pasé vergüenza una larga temporada ante cualquier pregunta relacionada con aquello.
Era mi yo-niño un personaje extraño y timorato, ante cualquier imprevisto me estallaba el rubor en la cara, como en las fotos de la primera comunión, rehuía las niñas presa del pánico, lloraba, era callado y responsable y solía estar en casa antes de las ocho de la tarde. Era por aquel entonces un modelo para mis padres pero un niño raro para mis compañeros de juego. Desconfiaba de todo lo nuevo, la vida y el mundo eran como esos globos vacíos de las cartas de navegar medievales, terra incógnita, suelen rezar, desconfiaba de aquella tierra indómita, de todo, como lo hacía ahora de aquella nueva amenaza: había pasado ya suficientes apuros como para que ahora me atemorizara aquel insecto con cola de cascanueces.
Le acercó la rama Mauri, lo azuzaba y el cortapichas daba vueltas histéricas sobre las hojas de una contraventana, estaba cerca, era un insecto horrible, sin ojos y apenas unas breves antenas rojizas antes de coronar sus fieros alicates. Era el animal más desagradable que había conocido, cada edad tiene sus temores y luego vendrían las orugas y las hormigas de cabeza roja, las maté a centenares, hasta con pólvora en improvisados holocaustos; con el tiempo también me tendría que crecer cierta fobia al lustre de las babosas y al a los ojos hinchados de reventón del insecto palo.
Pero aquel fue el tiempo del cortapichas, de la “terra incógnita”, recuerdo que recogíamos maderas para San Juan por las casas, en unos desmontes cercanos al barrio donde competíamos por cualquier ventana descerrajada con los chicos de los Pisos Rosas. Hoy hay alguna fábrica allí, cubre aquel terreno el asfalto de un aparcamiento y un par de campos de fútbol pero entonces había una hilera de casas de gitanos rodeados de basura y matojos. Cruzábamos a menudo la calle que separaba la civilización de aquel terregal inhóspito en busca de madera, de aventuras que sólo habíamos vivido a través de los libros con ilustraciones cada tres páginas, porque era aquella tierra nuestro reino de los peligros, como los que sobrevolaban en “Cinco semanas en globo”, o las selvas que atravesaban Quatermayn o los cazadores del Capitán Gilson, un lugar igualmente fiero, cuyo nombre estaba casi prohibido aunque no hubiera más de doscientos metros hasta nuestras casas. En cuanto pasabas la carretera entrabas a un camino de zarzas y quedaban a la izquierda las colinas de aquel basurero infecto, la “Montañeta” le llamábamos, allí descargaban todas las obras de la zona, había restos de tapia, de comedores, cubos de brea y electrodomésticos, llegaban los coches furtivos desde los barrios vecinos a dejar allí un sofá o una caja de cortes de azulejos que habían sobrado de una obra. A los pocos meses la naturaleza fértil del desmonte y la rapiña de gitanos y traperos lo había confundido todo, entraban los hierbajos por el costillar de los muebles, desgarraba el escay cualquier hierro oxidado y todo se convertía en una alfombra de tierra, herbáceas y tochos reventados.
Debía habitar el cortapichas únicamente en aquel lugar, nunca volví a encontrarlo en ningún otro sitio, ni siquiera de adulto, en vertederos más extensos y desolados que aquel he vuelto a descubrir su pinza. El yermo de la Montañeta debía reunir las condiciones perfectas para aquel endeble primo del escorpión y el alacrán; en aquellas colinas blancas de yeso y cascotes se sentía debía sentir el rey de un universo perfecto de rigores, que los había de todo tipo en aquellas colinas malditas; tablas puntiagudas y hierros que brotaban de las vigas como los dedos de un muerto, clavos oxidados a centenares, retorcidos y afilados, inútiles y grapados a su madera, tiesos como vara de santo y doblados en forma de garfio. Hacia la baranda del río los últimos derrumbes cercaban las chabolas de los gitanos y a menudo imaginé sus tejados de Uralita llenos de cortapichas, quizá incluso en sus calderos oscuros se habría colado alguno y estaría cociéndose junto a los recortes de costilla y gallina, hundiéndose lento en aquella sopa pobre. La primera vez que sentí compasión por los gitanos fue cuando los vi comer; todos juntos con sus escudillas, sin mesa, sin muebles ni televisiones, sin neveras que abrir ni bandejas que limpiar en una pica inmunda. No cantaban ni reían entonces, nadie tocaba las palmas: no hay lugar más triste que una mesa ya que es frente a ella cuando el entendimiento recorre todas sus miserias, allí el pobre entiende toda su condición y el solitario añora todas sus amistades.
Nunca nos acercábamos a aquellas casas, estábamos advertidos contra las malicias que nos podían hacer, eran más vivos que nosotros, ellos trapicheaban con hierros desde antes de que llegáramos los de los pisos y ellas se casaban siendo niñas, con la primera regla, y empezaban a tener hijos, sin respetar siquiera los descansos. Se escandalizaba mi madre y las vecinas pero yo no entendía nada, como un chiste que contó mi padre cierta vez y mencionaba la palabra purgaciones, me lo intentó explicar, íbamos en el coche camino de la playa, pero tampoco lo pude comprender. Se reía y miraba hacia el asiento trasero por el retrovisor, le debía agradar que fuera todavía tan crío, sólo lo entendería todo después, cuando dejé caer las siguiente piezas de mi inocencia.
Pero advertidos o no los gitanos estaban allí y nos saludábamos de lejos, con la mirada distante, tratábamos de no relacionarnos con ellos aunque de nombre conociéramos a la mayoría. Debían ser unos quince o veinte y su patriarca se llamaba Juan, tenía las patillas muy pobladas y mi padre y los vecinos siempre hablaron bien de él, de su hijo no tanto, más desarreglado que el padre, le llamaba todo el mundo Tarzán y tenía fama de vago. También estaban Valentín, el guapo, y otro gitano de rostro torvo al que llamaban el Mulé, andaba sucio y desafiante, la chaqueta a los hombros y la camisa abierta con trallas de plata, lo temían como al hambre en todos los bares y se contaba que había matado a otro gitano y lo había tirado al río desde el puente del Molinet. A menudo desfilaban todos juntos, hacían el largo de la calle principal del barrio con su carro hecho de palés y ruedas de motocicleta, rebosante de hojalatas y colchones de muelles blandos, al gobierno del carromato Juan y los otros gitanos detrás tocando las palmas, quizá cantaban para demostrar que poco les importaba que la gente les escondiera la cara, las mujeres detrás, junto a una cohorte de perros y niños que rodeaban al bueno del gitano Juan como si fuera la guardia de un rey Poro.
El verano del cortapichas, sin duda el tiempo es también un insecto paciente, teje lento con su pico de araña, trama su pátina blanca alrededor del recuerdo hasta que deja una película que emborrona la memoria, se nos atora cualquier imagen, como si removiéramos un agua estancada y el légamo enturbiara el reflejo, esa imagen morosa que se apaga. No hay mejor forma de regurgitar estos recuerdos que una bisagra nos los traiga, creo que hay bisagras en el tiempo, imágenes-quicio, puertas de hojas dobles que nos traen a la memoria una situación paralela del pasado. Bastaría con que observara el fuego de cualquier hoguera para que esta imagen bisagra me trajera el mi último San Juan, aquel verano, creo que no llegamos siquiera a poder encenderla aquel año, lo que no nos robaron los de los Pisos Rosas se lo llevaron los del Ayuntamiento que debían hacer una batida contra las hogueras ilegales. Se lo llevaron todo, con nosotros allí plantados, viendo como lo montaban pieza a pieza en un volquete, incluso subieron una escalera que quería mi padre y por la que se había peleado con un vecino poco antes. Mi padre estaba furioso, la escalera apetecida rebotó contra los otros muebles, sonaron sus huesos escañados como los de un hombre muy flaco al que se le sacude, y aquel estertor de fracaso retumbó en nuestros oídos durante años, puede que su eco todavía lo encuentre ahora.
Fue aquel verano de mis últimas hogueras también en el que enterré mi primera inocencia. Es la inocencia un gigante de juguete al se le van cayendo las piezas, y algunas de ellas debieron quedar allí, en aquel desmonte de cascotes y hierros negros; como en otros tres o cuatro sitios más tarde, mi inocencia, como la de cualquiera, reposa repartida en varios sepulcros, como el cadáver de Napoleón en los Inválidos. De aquel verano del cortapichas ha quedado un reflejo fuerte, con poca pátina y por eso se aviva enseguida, basta frotarlo un poco, encuentro fácilmente una imagen bisagra, como cuando observo niños y niñas enredados en un mismo juego vuelven también mis primeros brillos del sexo, los de aquel tiempo temprano en que fui enterrando temores. No sé si fue aquel verano también o hacia Navidad, aunque más bien lo segundo porque con buen tiempo solíamos jugar en la calle y no en las casas.
Nuestro lugar de juegos era un patio interior que cerraban tres enormes bloques de pisos, flameaban los parches de los balcones y las ropas tendidas. En aquel espacio jugábamos a fútbol, a matar, a pichi y a dar vueltas al polígono con la bicicleta. Estaba lleno el patio de agujeros y las porterías de fútbol eran dos socavones en los que dejábamos unas marcas de piedra. Solíamos acabar corriendo tras algún balonazo a las persianas de las galerías Darsa, un rimbombante nombre para unas tienduchas llenas de polvo y pintadas. Eran las galerías de planta cuadrada como una caja de cerillas, con unas claraboyas de plástico en forma de burbuja en el tejado; eran enigmáticos aquellos ventanales, como los que en la televisión se veía en algunas instalaciones submarinas o en las construcciones del desierto. A menudo se colaban balones en aquel tejado plano y la mayor excitación de subirse era poder mirar a través de aquellos ojos de buey. Se veían tristes aquellos comercios desde arriba, te envolvía una capa melancolía mientras observabas al tendero de bata azul frente a su vacío mostrador de fórmica. El que tenía más movimiento era un pequeño supermercado con dos hileras de víveres y una ruidosa nevera de madera a la salida, era amplia como un armario ropero y tenía unos gruesos cierres de metal que siempre me llamaron la atención, su sonido de cofre al cerrarse, el extraño mecanismo del frío que congelaba a veces los refrescos hasta dejarlos de una pieza, no lo dejes abierto, decía siempre la mujer que cobraba, salías con tu polín de limón congelado mientras fuera uno de los tenderos subía paquetes de sopa por las terrazas, con una cuerda y una cestilla de mimbre.
A aquel tejadillo, a mirar por las claraboyas, subí alguna vez con las Gemelas, Mari Ángeles y Luisa, las vecinas del primero segunda, las únicas mujeres con las que me relacionaba con normalidad en aquellos años, seguía siendo un cuajo de crío y la inocencia era un mecano inamovible que avanzaba detrás de mí como una sombra. Con ellas llegó el despertar del deseo y temblaron todas aquellas piezas, con ellas llegaron los primeros besos, acaricié a mi primera mujer y supe lo bueno y lo malo que me podían deparar aquellos derroteros...
Puede que todo sucediera en Navidad, estaba en casa de las Gemelas con Mauri que sabía de aquellas lides el doble que yo; solíamos jugar a peluqueros, o masajistas, y puede que aquel entretenimiento primero provocara el siguiente. Luisa, la más despierta, nos dijo que saliéramos de la habitación y que sólo entráramos cuando ella avisara. Salimos y esperamos fuera temblando de puro deseo; al volver el cuarto estaba a oscuras y sobre la cama estaban ellas con un cartel de cartón que rezaba “toque donde quiera”. Debía pellizcarme para creerlo, estaban allí tendidas sólo con un maillot, con su briosa melena negra, inmóviles, escondían en sus cuerpos ya de mujeres el secreto de todo. Los padres no tardaron en llegar y aunque el juego ya había acabado debieron notar la turbación en nuestros rostros. No pudimos volver a subir a aquel piso, y menos a solas con ellas. Después sólo recuerdo retazos de aquellas chicas, supe que a su padre le gustaba entrar a la habitación a probarles los sujetadores, recuerdo a su madre llorando en casa, contándole avergonzada aquello a mi madre, Manuel bebe mucho, lo recuerdo siempre tumbado en el sofá, discutiendo sobre Carrillo y Comisiones Obreras con mi padre, eran del sur, de Barcarrota en Extremadura y siempre hablaba de su pueblo como si allí hubiera dejado media vida. Al poco tiempo volvieron allí, la vida en la ciudad no debía probarles.
Yo hasta entonces había sido muy frugal por lo que me llegó aquel hambre nueva en forma de pulsiones extrañas, como un escalofrío que me atraía pero cuyas leyes no acertaba a discernir. Al mismo tiempo otras contradicciones se agitaban en mi seno; es tiempo de brillos y miedos la niñez y juventud, es una galerna dolorosa de la que se puede salir mal parado, y en mis miedos estaba la idea de que la operación de fimosis había dejado secuelas. Suponía que habría quedado impotente o castrado y jamás podría tener una relación sexual normal, me sentía manchado, aquella operación había tenido algo de anormal y diabólico, nadie hablaba de aquello, sólo me había pasado a mí y la pinza de aquel condenado insecto no hacía sino recordarme el bisturí, la punción, las semanas con los puntos.
Arrastró el palo de Mauri el cuerpo del cortapichas casi un palmo, se fue deshaciendo su diminuta coraza en cada una de las aristas del cemento hasta que sólo quedó un suave rastro encarnado, como la cola de un cometa. Noté una curiosa sensación de alivio, como si el bisturí que me amenazó en la operación dejara de tajar la carne, se había parado y retrocedía. No sentía apuro por aquella pequeña crueldad, era una entre tantas. Está la niñez plagada de diminutos crímenes que arrastraremos siempre, quién no pegó a cualquier infeliz y le escupió luego, por qué fuimos crueles con un perro o una cucaracha por mera curiosidad.
Nada bueno me traen los recuerdos bisagra. Se apagó el tiempo de los piropos. Es una pátina fría la de aquel tiempo, el verano del cortapichas y el invierno que vino después huelen a tierra húmeda de sepulcro, a las velas de Todos los Santos por los que faltan, a enfermedad, al agujero en que enterré mi primera y mi segunda inocencia. Deben estar dormidas las dos en su sarcófago de madera, con cierres que suenan a cofre, como los de Napoleón, como los de la nevera de las galerías Darsa, se ríen las dos y a la que es un muñeco de mecano se le cae un brazo, se desternillan y se mueven juntitas, de tanto reír a la flaca escalera le castañean los huesos tiesos de puro invierno.
Fernando Clemot (Barcelona, 1970), ha obtenido numerosos premios de cuento como el Kutxa Ciudad de San Sebastián, el Ciudad de Hellín o el Villa de Benasque. Acaba de publicar la novela El golfo de los poetas. Colabora en las revistas Quimera, Barcarola y Literaturas.
0 comentarios:
Publicar un comentario