sábado, 20 de febrero de 2010

Elogio de lo breve: por qué el relato




Hace ya unos años el crítico George Steiner advertía en su obra "Lenguaje y silencio" del empobrecimiento que está sufriendo el lenguaje literario en los finales del siglo XX, y de la imparable tendencia a la "liviandad" que parece aquejar a las obras de los escritores de la posmodemidad. Abogaba Steiner por recuperar como canon literario la complejidad y extensión verbal, para contrarrestar esa corriente de "simplificación" que él consideraba negativa. Resulta además frecuente encontrar en las páginas de las revistas especializadas en literatura y en los suplementos de los diarios, que la crítica reclama una mayor densidad e incluso dificultad en el lenguaje que han de emplean los escritores. Para agravar este problema los nuevos medios surgidos a finales de milenio, por ejemplo Internet, están creando un discurso donde prima la superficialidad para agilizar la comunicación.
De todo ello se deduce un gran desconcierto que lleva a muchos lectores a confundir literatura breve con literatura liviana o simple, de forma que el escritor de relatos, aforismos o cuentos pasa automáticamente a formar parte de ese ejército que al propugnar la simplificación de las formas expresivas está contribuyendo al empobrecimiento de la literatura. Más aún, puede llegar a pensarse que la brevedad y la concisión son en el fondo los peligros que acechan a la literatura de nuestra época. Nada más lejos de la realidad.
A la vista de esta situación hemos de preguntamos: ¿Puede un escritor riguroso enarbolar la bandera de las formas breves? ¿Podemos reivindicar por ejemplo la concisión o la elipsis, como virtudes estilísticas?
En primer lugar conviene recordar que al principio de los tiempos y durante muchos siglos la literatura tuvo como máxima ineludible la brevedad, por cuanto que en sus inicios era inevitablemente oral (la literatura es anterior a la escritura). De esa remota época conservamos grandes monumentos de la palabra como son los cuentos populares, las fábulas, los mitos o los refranes, que adoptan claramente los cánones de la literatura breve ya que durante siglos su forma de conservación y transmisión fue memorística, y como es lógico, un texto que ha de ser repetido y conservado gracias al recuerdo no puede tener una gran extensión.
Pero todo lo que el hombre quiso en un principio contar lo quiso luego escribir, y tras el desarrollo de las técnicas adecuadas finalmente las creaciones literarias fueron registradas en un texto. Tras poner por escrito la Balada de Gilgamesh, la Biblia o la Odisea el hombre comenzó a pensar que la brevedad ya no era tan importante, puesto que las obras se podían conservar en un lugar diferente de la memoria. Entonces se propuso seguir consiguiendo avances en las formas escritas y por tanto en la complejidad del discurso, desarrollando los géneros así como las posibilidades técnicas del texto para alcanzar finalmente uno de los inventos más perfectos y benéficos que hasta ahora ha logrado la humanidad: el libro. Tras el libro apareció la imprenta, y una vez perfeccionada ésta los escritores pudieron por fin dar rienda suelta a las posibilidades que el uso del lenguaje y la ficción les ofrecía; la época dorada del libro comienza precisamente entonces, cuando Cervantes, Shakespeare, Moliere, Quevedo y otros muchos autores a lo largo de los siglos siguientes consigan sacarle todo el partido posible a la lucha y al juego con el lenguaje, seguros de que luego va a poder ser eficazmente reproducido en un texto impreso.
Es cierto como detecta Steiner en el ensayo aludido al principio, que tras el colosal trabajo llevado a cabo por Joyce, Nabokov, Cortázar, etc. los escritores actuales parecen “cansados” de desarrollar las posibilidades del texto escrito, que se habla constantemente de la crisis de la novela y que ha perdido prestigio la labor de innovar.
Pero es que además el hombre del siglo veintiuno es un consumidor voraz e insaciable de ficciones. Contempla continuamente historias en las películas que ve, pero también en los anuncios televisivos, en los reportajes o en los dibujos de un cómic, de forma tal que durante una vida normal cualquier persona ha conocido miles de argumentos y tramas. Frente a tamaña competencia el escritor difícilmente puede aspirar a crear una nueva historia, pero lo que sí puede hacer es aprovecharse del conocimiento que el lector tiene ya de la ficción para llevarle a algún lugar que no haya visitado aún. Y es precisamente esa experiencia previa sobre la ficción uno de los grandes aliados del escritor de formas breves, que en ocasiones sólo tiene que sugerir un inicio para que sus lectores imaginen el resto de la historia, y en otras, juega con la previsibilidad de los argumentos.
Regresando a la simplicidad y dejando puertas abiertas para que el lector colabore en la construcción del relato, el escritor de formas breves puede plantearse nuevos retos relacionados con la intensidad y complejidad del lenguaje. En esa estrategia entraría la admiración por la elipsis, por la concisión, por el poder de la sugerencia, por la reelaboración de las estructuras narrativas, que en muchos casos trabajan los escritores de géneros breves.
Sería pues a partir de estos presupuestos sobre los cuales el relato moderno construiría su razón de ser, abriendo nuevos caminos para la literatura y la expresión escrita sin renunciar a sus propios valores estilísticos, y sin que se le infravalore por no seguir el canón establecido desde hace siglos.