lunes, 26 de abril de 2010

Ginés el inventor: "Un koala en el armario", por Jesús Ortega (Editorial Cuadernos del Vigía, 2010)

En mayo de 2006 formé parte, junto con Miguel Ángel Arcas, del comité de lectura del concurso de microrrelatos de la Feria del Libro de Granada. De los ciento y pico presentados debíamos segregar una veintena para el jurado. En el cesto de los rechazados agonizaban de muertes horribles decenas de microrrelatos que no habían podido pasar las cribas. En esas aparecieron unas piezas firmadas por un tal Holden Caulfield. Fue Arcas el primero que las vio. Eran tres. No hubo manera de tirarlas al cesto. Pasaron las horas y las lecturas, cada nueva escabechina era más implacable y sangrienta que la anterior, pero el tal Holden Caulfield siempre lograba salvar el pellejo. Al contrario que esos larguísimos fárragos de cinco líneas que tanto abundan en los concursos, aquellas tres historias –la del koala, la del dictador y su secreto y la de la habitación aleatoria– eran veloces y bienhumoradas, pura sustancia narrativa. Quienquiera que fuese su autor –no sé por qué, yo estaba convencido de que detrás había un autor y no una autora–, tenía inventiva y manejaba con soltura las escurridizas artes de narrar. Días más tarde los miembros del jurado –entre los que se encontraba, por cierto, Ángel Olgoso– validaron nuestra apreciación y decidieron multipremiar a Holden Caulfield, que resultó ser un tal Ginés S. Cutillas, de Valencia. Y fue en la entrega de premios cuando apareció por fin este señor de barba y hueso que tengo a mi lado, entonces un completo desconocido, para certificar que aquel nombre tan sonoro –Ginés S. Cutillas– no era otro seudónimo, sino su nombre real.
Ginés S. Cutillas. Siempre me ha fascinado ese nombre (me lo imagino impreso en doradas letras góticas con relieve en una ribeteada tarjeta de presentación). La vida es Ginés, y la literatura, Cutillas. Desde Cervantes ya se sabe que Ginés es un nombre marcado por la huida, un nombre para andarse metido en problemas. Y Cutillas es el olor a tinta de las máquinas de escribir. Todo escritor que tenga cierta edad y viva en Granada recordará aquella diminuta tienda de repuestos mecanográficos que había al lado de Plaza Nueva y que sobrevivió hasta mediados los años noventa. Cutillas simbolizaba los dedos manchados de sombra de principiante, el papel carbón entre los folios, el ruido del rodillo al girar, el tableteo de la Olivetti o la Olympia. Todo el que escribía novelas, cuentos, poemas, tesis doctorales o recetas de cocina acababa yendo allí a que le engrasaran la fantasía. De modo que Ginés es la vida y Cutillas la literatura. Pero ¿y la S? ¿Qué significa la S? Ginés nunca lo ha aclarado del todo. Sabemos que Sánchez no es. Ha recibido, me consta, fuertes presiones para que elimine esa S. algo rancia, esa S. como de escritor de best sellers o de millonario norteamericano de los años cuarenta. Pero él se aferra a su S, y hace bien.
Porque sospecho que por el tobogán de la S Ginés y Cutillas se intercambian información para fabricar brevedades literarias. Si le quitas la S Ginés dejará de escribir. La S es un umbral.
Me explico. Ginés inventa historias todo el tiempo. Las piensa en forma de microrrelatos. Pertenece a esa hornada de nuevos narradores familiarizados tanto con la literatura como con la tecnología (Ginés es informático de profesión), que escriben y leen a partir de los paradigmas textuales inaugurados por la era digital, la red, los blogs, el entorno 2.0, y que son capaces de sacarse de la manga un libro de minificciones como si fuese la cosa más normal del mundo. Vas por la calle con él y de pronto se queda mirando un semáforo. Te das cuenta de que una idea acaba de deslizarse por el corredor de la S entre Ginés y Cutillas, y entonces le brota el cuento como a aquel personaje de Cortázar le brotaban los conejitos (y que acaba tan mal, por cierto, como el protagonista escritor de “Simbiosis”, uno de los microrrelatos metaficionales del libro). Ginés tiene tan interiorizados los procedimientos estructurales del género que las historias le surgen ya con sus comienzos in media res, con sus finales a lo Poe, con la elisión de los transcursos narrativos, cada escena fraguada en su totalidad instantánea. Fue así como a Ginés le brotó un koala.
El koala es un animal inofensivo y tierno, absurdo pero no amenazante. Su aparición en el armario simboliza la irrupción de lo desconocido. La metáfora del koala construye uno de los sentidos internos del libro. Es un desdoblamiento, quizá una proyección del narrador, la parte oscura que ha dejado de ser un fantasma y se ha materializado en el lugar donde se guarda la ropa, el lugar más cotidiano y a la vez más propenso al misterio. El koala es el otro lado de las cosas, la parte animal, lo inconsciente. Pero lo curioso es que el narrador no se asusta del koala ni se pregunta por qué ha aparecido y qué hace allí. Convive sin problemas con él, hace como que no le ve. No hay terror, no hay inquietud ni extrañeza, sino una tranquila aceptación de la nueva realidad creada por el choque de dos mundos distantes.
Para que el koala se aparezca ha tenido que cruzar un umbral. Si hay una estructura que recorre como una raspa todos los cuentos de este libro es la idea del umbral. Cuando uno se fija bien, resulta que en todos ellos hay uno. A veces el umbral lo es en sentido negativo, y entonces se convierte en puerta infranqueable, muro, obstáculo que hay que apartar o que hay que romper. El umbral como barrera y no como salida. Esto sucede en los microrrelatos que tratan precisamente de la relación entre hombres y mujeres, los de tono más sombrío de todo el libro.
Pero en la mayoría de las veces no hay trauma, y aquí es donde el estilo Cutillas adquiere su luminosidad característica, su blancura casi naif. El umbral es frontera, límite, gozne, raya facilitadora, río invisible que permite cruzar al otro lado. De ahí el espejo, el doble, las estructuras binarias, las dicotomías. (Es divertido perseguir y anotar las dicotomías, en cada microrrelato hay una, a veces son el paisaje donde tiene lugar la historia, como esa sombra que en “Desconfianza ciega” divide un campo de fútbol en dos mitades y en dos partidos simultáneos; y otras veces son el disparadero de la acción: escritor-personaje, dictador-fusilado, ruido de las musas frente a silencio de las fábricas, el ejército frente a un hombre solo, vigilia-sueño, cóncavo-convexo...)
Los narradores protagonistas asisten con la mayor naturalidad al advenimiento de lo absurdo, un aparecerse que ni se explica ni se teme, al igual que los personajes de Un perro andaluz tiraban de un piano y un burro podrido con absoluta normalidad. También el lenguaje asiste sin sorpresa a los tránsitos entre dimensiones. El lenguaje no cambia nunca de tono ni se asusta por nada. Y surgen entonces escenas a lo Magritte, Max Ernst, los paisajes imposibles de Escher, las matemáticas, la teoría del caos, como en aquella habitación de hotel en cuyo espacio interior sucede un comportamiento impredecible y aleatorio del tiempo cada vez que se abre la puerta.
Las historias del Koala no suceden en el ámbito de lo extraordinario ni de lo maravilloso, sino en el de lo fantástico; es decir, no suceden en mundos increíbles cuyas leyes no tenemos más remedio que creer, sino que exploran algo más sutil, los conceptos de límite y contigüidad, todo el juego de relaciones entre los mundos de lo posible y lo imposible, igual que los indios amazónicos cruzan a su antojo las fronteras entre los países, de Brasil a Perú, de Perú a Bolivia, porque no reconocen esas fronteras o porque no las perciben como muro sino como lugar de paso. Gracias a la electricidad conductora de la S misteriosa, Ginés pone en pie ficciones que cualquier otro escritor menos imaginativo y más consciente desecharía al primer vistazo. Ginés cree conmovedoramente en sus historias, y eso es algo que captan enseguida sus lectores más jóvenes. Yo hice una prueba; háganla ustedes también. Di a leer el libro al hijo adolescente de una amiga. La prueba fue un completo éxito. No es nada científico todavía, recién lo estoy investigando, pero sospecho que el Koala funcionaría eficazmente como introductor al género y como estimulador de la lectura de minificción fantástica en la enseñanza secundaria. La blanca ternura de sus invenciones y esa fe cutillesca en la fantasía conectan con el imaginario adolescente. Si hay profesores entre ustedes, anímense a hacer la prueba entre sus alumnos. Le pregunté, por cierto, al hijo de mi amiga qué microrrelato le había gustado más. No sé, dudó. Bueno, sí: el de aquel loco que vence al ejército más poderoso del mundo trazando una raya en la tierra con un palo de madera.

jueves, 8 de abril de 2010

Video sobre Cavalleria rusticana

http://www.youtube.com/watch?v=9fAE4nyzxSg

¿Por qué el interés de tantos creadores hacia Cavalleria rusticana?

¿Quién fue Giovanni Verga?

http://www.youtube.com/watch?v=9fAE4nyzxSg

lunes, 5 de abril de 2010

"Matar por amor", de Giorgio Scerbanenco, (trad. José Abad, Almuzara, 2010)


Paseo por el amor y la muerte
-Miguel Sabadejo-





Giorgio Scerbanenco tenía una facilidad innata para tramar historias y una soltura pareja a la hora de tejerlas en el tapiz inagotable de la página en blanco. Fue un digno exponente de lo que calificaríamos “profesionales de la ficción”; en algo más de tres décadas de dedicación a la escritura, puso punto final a ochenta y dos novelas y un millar de relatos, buena parte de los cuales permanecen diseminados por hemerotecas, dentro de revistas de hojas amarillentas, en espera de ser recopilados en volumen. Roberto Pirani, uno de los principales impulsores de la reivindicación y recuperación de su figura y obra, reunió una veintena de estos relatos dispersos en Matar de amor. La antología, editada inicialmente en Palermo en 2002, acaba de ser puesta en el mercado español por Almuzara; una iniciativa a tener en cuenta, pues todo indica que, sorteada la defenestración y superado el olvido, se seguirá hablando de él en el futuro. El próximo año, sin ir más lejos, se celebra el primer centenario de su nacimiento.
Scerbanenco ha sido el primer clásico de la narrativa criminal en Italia. A principios de la década de los 40, con Benito Mussolini al timón de la nación y rumbo al desastre, el escritor comenzó a foguearse en el género en una serie de novelas ambientadas no por casualidad en Estados Unidos, lejos del limbo fascista, y protagonizadas por Arthur Jelling, un miembro de la policía de Boston. A pesar de una manifiesta simpatía por los patrones norteamericanos, sus referentes no serían sólo trasatlánticos, y en Matar de amor hallamos interesantes acercamientos a los modelos propugnados por la escuela inglesa (Agatha Christie y el suspense de salón) o la escuela francesa (Georges Simenon y el mundo de la provincia). La consagración le llegaría tarde, en la década de los 60, gracias a una serie de novelas ambientadas en Milán y con Duca Lamberti como protagonista. Por desgracia, Scerbanenco estaba condenado a no saborear las mieles de la fama; la vida se le acabó a sólo cincuenta y ocho años, hay que joderse, cuando las cosas empezaban a irle bien.
Los relatos recogidos en Matar por amor pertenecen al período 1948-1952. Los elementos comunes a prácticamente todas las piezas son una relación sentimental y desequilibrada que acaba derivando en delito -en asesinato a veces, no siempre-, y transforman la lectura en un paseo por el amor y la muerte, o por ciertas manifestaciones extremas del amor y la muerte. A pesar de manejar unos mismos o similares ingredientes en esta gavilla de relatos, Scerbanenco no se repite. Los destajistas de la ficción acostumbran a hacerlo; los profesionales, no. Sus tramas nunca son previsibles y no sólo porque apueste por intrigas ingeniosas, sino porque jamás olvida el componente humano, las implicaciones emocionales de unos personajes en situaciones límite, en una de esas circunstancias en donde afloran las facetas más hondas e inesperadas de la naturaleza humana.
Giorgio Scerbanenco, que escribió a menudo bajo seudónimo, convirtió esta práctica en estratagema. Con el alias de Jean-Pierre Rivière escribió cinco de las historias aquí recogidas, todas de ambientación francesa, y con un toque melancólico muy peculiar, como en la narración «Una menos», en la que un acomodado farmacéutico vuelve a encontrarse con una novia de juventud, caída en desgracia, que pretende aprovecharse del amor que aún siente por ella… Bajo el heterónimo de John Colemoore firmó, en cambio, varios relatos ambientados en Estados Unidos, en un tono más lacónico quizás, como en «La mujer de Antony», historia de una mujer acusada de dar muerte a su esposo y que acaba contrayendo matrimonio, sin saberlo, con el auténtico asesino… En los textos firmados con su propio nombre, por contra, Scerbanenco hace gala de una sutil ironía: en «Una recién casada» vemos cómo una jovencita desposada con un hombre mucho mayor prepara cuidadosamente la coartada que la ha de eximir, ante los ojos del mundo, de la muerte “accidental” del marido. Hablamos de una pieza, como otras muchas, modélica.

sábado, 20 de febrero de 2010

Elogio de lo breve: por qué el relato




Hace ya unos años el crítico George Steiner advertía en su obra "Lenguaje y silencio" del empobrecimiento que está sufriendo el lenguaje literario en los finales del siglo XX, y de la imparable tendencia a la "liviandad" que parece aquejar a las obras de los escritores de la posmodemidad. Abogaba Steiner por recuperar como canon literario la complejidad y extensión verbal, para contrarrestar esa corriente de "simplificación" que él consideraba negativa. Resulta además frecuente encontrar en las páginas de las revistas especializadas en literatura y en los suplementos de los diarios, que la crítica reclama una mayor densidad e incluso dificultad en el lenguaje que han de emplean los escritores. Para agravar este problema los nuevos medios surgidos a finales de milenio, por ejemplo Internet, están creando un discurso donde prima la superficialidad para agilizar la comunicación.
De todo ello se deduce un gran desconcierto que lleva a muchos lectores a confundir literatura breve con literatura liviana o simple, de forma que el escritor de relatos, aforismos o cuentos pasa automáticamente a formar parte de ese ejército que al propugnar la simplificación de las formas expresivas está contribuyendo al empobrecimiento de la literatura. Más aún, puede llegar a pensarse que la brevedad y la concisión son en el fondo los peligros que acechan a la literatura de nuestra época. Nada más lejos de la realidad.
A la vista de esta situación hemos de preguntamos: ¿Puede un escritor riguroso enarbolar la bandera de las formas breves? ¿Podemos reivindicar por ejemplo la concisión o la elipsis, como virtudes estilísticas?
En primer lugar conviene recordar que al principio de los tiempos y durante muchos siglos la literatura tuvo como máxima ineludible la brevedad, por cuanto que en sus inicios era inevitablemente oral (la literatura es anterior a la escritura). De esa remota época conservamos grandes monumentos de la palabra como son los cuentos populares, las fábulas, los mitos o los refranes, que adoptan claramente los cánones de la literatura breve ya que durante siglos su forma de conservación y transmisión fue memorística, y como es lógico, un texto que ha de ser repetido y conservado gracias al recuerdo no puede tener una gran extensión.
Pero todo lo que el hombre quiso en un principio contar lo quiso luego escribir, y tras el desarrollo de las técnicas adecuadas finalmente las creaciones literarias fueron registradas en un texto. Tras poner por escrito la Balada de Gilgamesh, la Biblia o la Odisea el hombre comenzó a pensar que la brevedad ya no era tan importante, puesto que las obras se podían conservar en un lugar diferente de la memoria. Entonces se propuso seguir consiguiendo avances en las formas escritas y por tanto en la complejidad del discurso, desarrollando los géneros así como las posibilidades técnicas del texto para alcanzar finalmente uno de los inventos más perfectos y benéficos que hasta ahora ha logrado la humanidad: el libro. Tras el libro apareció la imprenta, y una vez perfeccionada ésta los escritores pudieron por fin dar rienda suelta a las posibilidades que el uso del lenguaje y la ficción les ofrecía; la época dorada del libro comienza precisamente entonces, cuando Cervantes, Shakespeare, Moliere, Quevedo y otros muchos autores a lo largo de los siglos siguientes consigan sacarle todo el partido posible a la lucha y al juego con el lenguaje, seguros de que luego va a poder ser eficazmente reproducido en un texto impreso.
Es cierto como detecta Steiner en el ensayo aludido al principio, que tras el colosal trabajo llevado a cabo por Joyce, Nabokov, Cortázar, etc. los escritores actuales parecen “cansados” de desarrollar las posibilidades del texto escrito, que se habla constantemente de la crisis de la novela y que ha perdido prestigio la labor de innovar.
Pero es que además el hombre del siglo veintiuno es un consumidor voraz e insaciable de ficciones. Contempla continuamente historias en las películas que ve, pero también en los anuncios televisivos, en los reportajes o en los dibujos de un cómic, de forma tal que durante una vida normal cualquier persona ha conocido miles de argumentos y tramas. Frente a tamaña competencia el escritor difícilmente puede aspirar a crear una nueva historia, pero lo que sí puede hacer es aprovecharse del conocimiento que el lector tiene ya de la ficción para llevarle a algún lugar que no haya visitado aún. Y es precisamente esa experiencia previa sobre la ficción uno de los grandes aliados del escritor de formas breves, que en ocasiones sólo tiene que sugerir un inicio para que sus lectores imaginen el resto de la historia, y en otras, juega con la previsibilidad de los argumentos.
Regresando a la simplicidad y dejando puertas abiertas para que el lector colabore en la construcción del relato, el escritor de formas breves puede plantearse nuevos retos relacionados con la intensidad y complejidad del lenguaje. En esa estrategia entraría la admiración por la elipsis, por la concisión, por el poder de la sugerencia, por la reelaboración de las estructuras narrativas, que en muchos casos trabajan los escritores de géneros breves.
Sería pues a partir de estos presupuestos sobre los cuales el relato moderno construiría su razón de ser, abriendo nuevos caminos para la literatura y la expresión escrita sin renunciar a sus propios valores estilísticos, y sin que se le infravalore por no seguir el canón establecido desde hace siglos.

domingo, 31 de enero de 2010

Paisaje sonoro, relato de Alejandro Pedregosa

La viuda abrió la puerta. Miró al comisario a los ojos almendrados y sucios.
-Disculpe, señora Ludimberg, necesitamos que nos conteste a unas preguntas.
Bajó los párpados en señal de asentimiento, y notó que en el descenso se empezaron a derrumbar también sus últimas esperanzas.
-Viuda de Ludimberg. –Dijo, corrigiendo al comisario.
-Sí claro, viuda de Ludimberg, disculpe.
Pasaron y se acomodaron en el salón. Junto al comisario venía una jovencita de apenas treinta años: la inspectora Beatriz. Algún tipo de mensaje que excluía las palabras se dio entre las dos mujeres. La mirada de la inspectora Beatriz le anunciaba su inminente detención pero al mismo tiempo la tranquilizaba sobre la crueldad del lo que hubiera de pasarle de ahora en adelante. La viuda entendió aun antes de que el comisario hablara.
-Venimos a detenerla por el asesinato de su marido –confesó el comisario mirando a la alfombra, casi con rubor.
La viuda se recostó en el respaldo del sofá, ligera y aliviada, como si le hubieran descargado el yugo que llevaba sobre los hombros. Ni siquiera se molestó en fingir sorpresa.
-De acuerdo, sonrió –giró la cabeza hacia la inspectora y preguntó– ¿Puedo llevar una pequeña maleta?
Beatriz asintió.
-Pero debo estar presente mientras la prepara.
Ambas mujeres se introdujeron por un pasillo ancho con ventanas que recibían la luz de la calle. El comisario quedó solo en mitad de aquella especie de museo dedicado al difunto señor Ludimberg. Fotos con todo tipo de artistas y personalidades, el violín de su aprendizaje infantil conservado en una urna, premios internacionales en la vidriera, en definitiva, el relicario gigantesco de lo que el señor Ludimberg fue para la historia de la música clásica. Sin duda, objetos y recuerdos de mucho valor que acabarían disparando las ganancias de cualquier casa de subastas.
Las dos mujeres regresaron haciendo gala del mismo sigilo que habían utilizado diez minutos antes para desaparecer. El comisario permanecía sentado y se rascaba con el dedo meñique las estribaciones de la calva.
-¿Preparada?
-Cinco minutos –y abrió la mano con sus cinco extensiones para que al comisario le fuera más sencillo entenderla– sólo cinco minutos. Supongo que no volveré en unos cuantos años. Estaba a punto de cenar cuando ustedes llegaron y he tenido un día terrible, necesitaría comer un poco antes de marcharnos. Imagino que la noche será larga en comisaría.
Los ojos del comisario dijeron que no, los de Bea que sí. La mano en el bolsillo del comisario decía que era tarde, la de Beatriz ajustándose un pendiente decía que cinco minutos. La viuda esperaba el veredicto. Finalmente el comisario asintió.
-Bea, acompáñale a la cocina. Sea breve por favor, tenemos cierta urgencia.
-No lo creerá pero de alguna manera es como si los estuviera esperando. Quizá por eso he hecho la tortilla con seis huevos, qué tontería verdad, intuía que debía gastarlos, como si me fuera a ir por un largo periodo.
Las dos mujeres desaparecieron de nuevo, en esta ocasión en dirección contraria. Instantes después volvían con una maravillosa tortilla de patatas que irradiaba una luz propia. El comisario no pudo por menos que abrir en toda su extensión aquellos ojos suyos, pequeños y vulgares. Beatriz traía una cesta con pan y una botella de vino.
Los policías rehusaron la invitación. El cuchillo se introdujo en la masa con la naturalidad del agua que inunda un surco. La cuña que la viuda se sirvió destilaba cierto aroma irrenunciable y brillaba en los ojos del comisario como una joya en un escaparate. La viuda lo advirtió y renovó su invitación.
-No debería –se excusó el comisario– pero ciertamente …
-Pruebe –le animó la viuda– son huevos de campo, mi marido era sumamente exigente en lo que a alimentación se refiere, y por qué no decirlo, también algo ridículo. Fíjese que se hacía traer la verdura y los huevos desde Redoma. Cien kilómetros conducía el chaval de la granja cada semana, claro que bien que se los pagaba.
La prudencia y lo inusual de la situación llevaron al comisario a cortar apenas una finísima lasca, y mientras se desacía en su boca comprendió la paradoja que dormía en las manos de aquella señora, tan sensibles al asesinato como al arte de los fogones.
-La felicito. Está deliciosa.
Beatriz los miraba casi divertida. Ciertamente aquella profesión tenía momentos esperpénticos.
La viudad sirvió al comisario, sin que éste lo pidiera, una breve copa de vino. Él comprendió que aquel detalle lo habilitaba para servirse un nuevo pedazo, que en esta ocasión sajó sin reparos.
Igualando por aquí e igualando por allá, la perfecta circunferencia de huevos, patata y cebolla había descubierto un dibujo con motivos florales en el fondo del plato.
-Bueno –dijo la viuda después de apurar su copa– muchas gracias, comisario. Necesitaba sentir por última vez el calor del hogar.
El comisario había comenzado a sentir cierta filicación con la mujer y sin saber muy bien por qué quisó darle ánimos.
-No sea tan drástica, usted es joven todavía y los años pasarán rápido.
Ella lo miró con una sonrisa condescendiente.
-No, comisario, yo nunca volveré porque no he de marcharme.
Los dos policías se miraron sin entender. Al comisario no le gustaban las adivinanzas, así que intentó cortar por lo sano. Se acercó a la viuda y le tocó el brazo como dándole a entender que era la hora.
La mujer le asestó de nuevo una sonrisa casi cariñosa.
-Siéntese, comisario. La muerte se recibe mejor sentado que de pie.
Un miedo paralizante hizo que el comisario le soltase el brazo. Aquella mujer no estaba loca, aunque hablase como tal, y esa evidencia le punzó en algún lugar ignoto entre el corazón y los pulmones. Giró su cabeza hacia Bea y después hacia el plato vacío con insignifantes rastros de tortilla.
-¿Sabe usted, comisario, cuánto tiempo se necesita batir el arsénico para que se funda con las llemas de huevo? Le sorprendería. Ocho minutos exactos, manualmente claro, en una batidora el proceso sería mucho más rápido, pero yo soy de la vieja escuela. Siéntese, comisario –insistió– porque el arsénico se come el oxígeno de la sangre con la misma voracidad que usted y yo nos hemos zampado esta tortilla, y de aquí a un par de minutos comenzaremos a respirar con dificultad y es mejor que la última vocanada nos pille sentados, no resulta elegante derrumbarse ante la inminencia de la muerte.
La inspectora Beatriz, en un gesto tan inútil como estúpido, desenfundó su arma y apuntó con ella a la viuda.






Alejandro Pedregosa (Granada, 1974) es licenciado en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada. La mayor parte de su producción literaria se enmarca en el terreno de la poesía. Ha publicado dos libros de poemas: Postales de Grisaburgo y alrededores (accésit del Premio García Lorca, 2000) y Retales de un tiempo amarillo (Premio Ciudad de Trujillo, 2002). Participa en el libro colectivo Dos días laborables y un domingo (Ayuntamiento de Loja, 2001, gracias al accésit del Premio Artífice de Poesía). En octubre de 2004 recibe el accésit del Premio José Agustín Goytisolo en Barcelona y en abril de 2005 gana el Premio de Novela José Saramago con Paisaje quebrado, editado por Germanía. Fue director de la revista literaria “Letra Clara”.

martes, 5 de enero de 2010

Rdlatos "Chejov" de Esteban Gutiérrez


No era él, era otro; el de la mirada perdida y el rostro blanquecino, cuando los tapetes verdes absorbían su cerebro, cuando alargaba la expresión del semblante y le costaba tragar saliva, arañando sin descanso el interior de los bolsillos como si en ellos habitasen una decena de ratas. Era otro el que oteaba las mesas, siguiendo con la vista el juego de manos del prestidigitador que repartía suerte; buena y mala, a elegir. La garganta seca le hacía toser. Apostaba con el pensamiento: dos posturas a la carta del imbécil de la derecha si fuera yo ojos de hielo no te sirven de nada aquí vas o no vas. Esperaba que volteasen los naipes. Se mordía los labios si aquella jugada resultaba premiada. Lástima de no tener con qué. Al acecho de algún jugador despistado, llamándose ruin y ladrón para sus adentros (vomitaría pero las manos rasgan la tela del bolsillo, uñas felinas deseosas de poseer, mi vida por una moneda), pero dejando el garfio sobre la mesa, cerca de las torres de fichas, los dedos huesudos que comienzan a moverse, la araña que camina, lentamente, fatigada, hacia el rapto del capital.
Total, ya, para qué.
Pero no se trataba de eso, no era algo comprensible, algo que se puede hacer de modo racional. Había intentado explicarlo muchas veces, cada una de ellas de rodillas, postrado sobre unos pies delicados que se afanaban en marcharse lejos de allí. Es difícil explicar lo que me pasa, y su corazón volvía de viaje y el arrepentimiento duraba casi una semana. Hasta que el viernes recogía el sobre de la paga y pensaba que, aquella noche la suerte no le podía fallar.
Le echaron del trabajo, perdió la casa y dilapidó los ahorros pasados y los que pudiera juntar en doce vidas. Al llegar de la última partida tras varios días de ausencia, aquellos pies de porcelana, que se habían cansado de esperar, se llevaron la poca dignidad que le quedaba hasta el lecho del Sena. Fue entonces cuando decidió acabar con todo, sabiendo que eso significaba, acabar también consigo mismo. La posesión aquella, el espanto del juego, tenía que terminar.
Vagó por el Marais sin quitarse de la cabeza la pregunta. Recorrió el boulevard de Richard Lenoir, cruzando entre los tranvías de acera a acera, jugando a la muerte. No se dejó atracar en la Place des Vosges, enseñando las costillas de su pecho a aquellos dos malhechores como lugar idóneo para alojar aquel estilete de acero. Frente al Hotel de Ville lloró queriendo sacar de sí todo el mal que le poseía, pero no lograba serenarse y la concepción de que todo ya estaba decidido le hizo encaminar sus pasos hacia los puentes de la Cité. Subió a uno de ellos y recorrió en un equilibrio precario aquella valla de piedra hasta llegar al medio del cauce del río. Una tenue neblina vaporosa lo cubría. Cerró los ojos, adelantó los pies hasta dejar al aire las punteras y dobló las rodillas. Justo entonces, escuchó la voz.
Treinta y cinco.
Procedía de dentro de él, de su interior; pero la escuchaba perfectamente.
Treinta y cinco.
Hacía frió esa noche en París. Los vapores del río denotaban el contraste de temperaturas entre el día y la noche. Se incorporó. Otra vez la mirada perdida, las manos crispadas en los bolsillos sin nada que aprehender; otra vez aquella posesión. Sabía, aunque no quisiera saberlo, que en la Rue du Temple había casino. A dos minutos de allí. Casino con dados, naipes y ruleta. Volvió a adelantar las punteras, a flexionar las rodillas. ¿De qué le serviría ahora ganar nada? Se incorporó de nuevo. El vapor formaba caracolas evanescentes sobre el Sena. Sí, ya sé, el placer de ganar, obtener algo del destino, algo diferente a la mierda de siempre, al aburrido y repugnante modelo de vida, arrancárselo de entre las fauces por una vez en la vida. Maldijo para sí. ¿De qué servía saberlo si no tenía nada para apostar?
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
Otra vez la voz.
Lo entendió. Cerró los ojos y diseñó con el pensamiento dos luises de oro, veinticuatro quilates, relieve opaco, valor incalculable. Estaban en aquella joyería de Auber la mañana de sábado que compró el anillo de pedida. Nunca vio nada más bello, ni nada más valioso. Los volteó y encontró en el reverso dos sellos de la corona real y una fecha imposible para el siglo XX. Pesaban como plomo en su mano, podía casi sentir su pureza en el puño, el calor de la pasión que los fundía. Abrió los ojos. La bruma que seguía enroscándose hacia la bóveda del puente. La mano abierta y la crispación en su mirada al verla vacía.
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
Y fue al agacharse de nuevo, decidido esta vez a lanzarse al Sena obviando la voz, cuando escuchó el tintineo. Metió la mano con miedo en el bolsillo derecho. Logró tocar aquel metal caliente, como recién acuñado. Palpó con el índice y el pulgar y se estremeció al descubrir los rostros laureados.
Ni se atrevió a sacarlos del bolsillo. Bajó del alfeizar del puente y corrió hacia la Rue du Temple. Treinta y cinco. Una, dos; trece veces. Saltó la banca. Elogios, felicitaciones, lo nunca visto, besos y abrazos, champagne para celebrarlo. Y el cuerpo alisado, los nervios mudados, una satisfacción como de orgasmo, el tacto ausente y el cerebro vacío. Ya, por fin, conocí.
Con las primeras luces del día, caminaba por el empedrado recién bruñido por la manguera. En el bolsillo interior de la chaqueta un pagaré por cientos de miles de francos. La sonrisa queda, pero ya olvidada aquella satisfacción. Si estuviera, pensaba; si estuviera. Pero no. El frío de las losas de mármol de la entrada le traspasaba los zapatos. Ya aquello no era un hogar. Ya ni los pies ante los que tenderse rendido. Ahora, ahora que todo había cambiado.
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
De nuevo la voz. Y la imaginó con los ojos cerrados, como si crease una diosa desde el arroyo, con los cabellos dorados y el vestido de raso radiante, con su cuerpo albado, tierno; con sus ojos de flor. La imaginó, y no tardó en sentirla a su lado, húmeda como él, agarrada de su mano. Abrió los ojos. El rostro velado por la cortina de la ducha, la cadena enroscada al cuello como un collar dentado, la asfixia a punto de llegar a su culminación, el agua de la bañera rebosando la porcelana. Volvió a juntar los párpados, casi en el estertor decisivo, y volvió a verla, tirando de él, hacia lo oscuro, hacia lo gélido, hacia lo impenetrablemente desconocido.


Nota del autor: Cuando murió Chejov en el balneario de Badenweiler, encontraron en su cuaderno de notas un último apunte para escribir un cuento. Decía así: “Un hombre gana una fortuna en el casino, regresa a su casa, se suicida”

Rdltos: "El verano del cortapichas" de Fernando Clemot, volumen "Estancos del Chiado", edit. Paralelo Sur (Ganador del VI Premio Setenil de relatos)

“La juventud no puede soportarse sin un ideal o un vicio”
Alejandro Duma


-¿Qué es?
Y por la mueca cruel de Mauri ya me figuré que nada bueno. El insecto se retorcía, intuía el peligro, buscaba refugio en las rebabas de cemento de aquella escombrera.
- Es un cortapichas – lo amenazaba con un palo de madera tanteando el momento de despanzurrarlo -. Si te lo acercara allí seguro que te daba un buen mordisco.
Con los años supe que también se le podía llamar cortapicos, como supe otras tantas cosas más, pero en aquel instante me sentí amenazado por aquel insecto, me imaginé un dolor quirúrgico y profundo, de carne tajada y sangre, igual al de mi reciente operación de fimosis, un par de meses atrás. Mi madre andaba todavía a vueltas con aquello y cuando entraba en la ducha me hundía un par de palmos en el agua, hay que sacar el sapito, que si no te lo volverán a cortar, pero el sapito no salía, palpitaba su cabecita gorda plegada entre acordeones de piel, estaba pálido y asustado todavía por la operación. Recuerdo bien el día fatídico, fuimos en coche, iba animado porque a mi hermano mayor también se la hacían y según todas las opiniones le tenía que doler más que a mí. Luego supe que era mentira, a mí también me dolió mucho, me tiraban con fuerza los puntos y me escoció al orinar durante días; poco importó entonces el dolor de mi hermano, pasé vergüenza una larga temporada ante cualquier pregunta relacionada con aquello.
Era mi yo-niño un personaje extraño y timorato, ante cualquier imprevisto me estallaba el rubor en la cara, como en las fotos de la primera comunión, rehuía las niñas presa del pánico, lloraba, era callado y responsable y solía estar en casa antes de las ocho de la tarde. Era por aquel entonces un modelo para mis padres pero un niño raro para mis compañeros de juego. Desconfiaba de todo lo nuevo, la vida y el mundo eran como esos globos vacíos de las cartas de navegar medievales, terra incógnita, suelen rezar, desconfiaba de aquella tierra indómita, de todo, como lo hacía ahora de aquella nueva amenaza: había pasado ya suficientes apuros como para que ahora me atemorizara aquel insecto con cola de cascanueces.
Le acercó la rama Mauri, lo azuzaba y el cortapichas daba vueltas histéricas sobre las hojas de una contraventana, estaba cerca, era un insecto horrible, sin ojos y apenas unas breves antenas rojizas antes de coronar sus fieros alicates. Era el animal más desagradable que había conocido, cada edad tiene sus temores y luego vendrían las orugas y las hormigas de cabeza roja, las maté a centenares, hasta con pólvora en improvisados holocaustos; con el tiempo también me tendría que crecer cierta fobia al lustre de las babosas y al a los ojos hinchados de reventón del insecto palo.
Pero aquel fue el tiempo del cortapichas, de la “terra incógnita”, recuerdo que recogíamos maderas para San Juan por las casas, en unos desmontes cercanos al barrio donde competíamos por cualquier ventana descerrajada con los chicos de los Pisos Rosas. Hoy hay alguna fábrica allí, cubre aquel terreno el asfalto de un aparcamiento y un par de campos de fútbol pero entonces había una hilera de casas de gitanos rodeados de basura y matojos. Cruzábamos a menudo la calle que separaba la civilización de aquel terregal inhóspito en busca de madera, de aventuras que sólo habíamos vivido a través de los libros con ilustraciones cada tres páginas, porque era aquella tierra nuestro reino de los peligros, como los que sobrevolaban en “Cinco semanas en globo”, o las selvas que atravesaban Quatermayn o los cazadores del Capitán Gilson, un lugar igualmente fiero, cuyo nombre estaba casi prohibido aunque no hubiera más de doscientos metros hasta nuestras casas. En cuanto pasabas la carretera entrabas a un camino de zarzas y quedaban a la izquierda las colinas de aquel basurero infecto, la “Montañeta” le llamábamos, allí descargaban todas las obras de la zona, había restos de tapia, de comedores, cubos de brea y electrodomésticos, llegaban los coches furtivos desde los barrios vecinos a dejar allí un sofá o una caja de cortes de azulejos que habían sobrado de una obra. A los pocos meses la naturaleza fértil del desmonte y la rapiña de gitanos y traperos lo había confundido todo, entraban los hierbajos por el costillar de los muebles, desgarraba el escay cualquier hierro oxidado y todo se convertía en una alfombra de tierra, herbáceas y tochos reventados.
Debía habitar el cortapichas únicamente en aquel lugar, nunca volví a encontrarlo en ningún otro sitio, ni siquiera de adulto, en vertederos más extensos y desolados que aquel he vuelto a descubrir su pinza. El yermo de la Montañeta debía reunir las condiciones perfectas para aquel endeble primo del escorpión y el alacrán; en aquellas colinas blancas de yeso y cascotes se sentía debía sentir el rey de un universo perfecto de rigores, que los había de todo tipo en aquellas colinas malditas; tablas puntiagudas y hierros que brotaban de las vigas como los dedos de un muerto, clavos oxidados a centenares, retorcidos y afilados, inútiles y grapados a su madera, tiesos como vara de santo y doblados en forma de garfio. Hacia la baranda del río los últimos derrumbes cercaban las chabolas de los gitanos y a menudo imaginé sus tejados de Uralita llenos de cortapichas, quizá incluso en sus calderos oscuros se habría colado alguno y estaría cociéndose junto a los recortes de costilla y gallina, hundiéndose lento en aquella sopa pobre. La primera vez que sentí compasión por los gitanos fue cuando los vi comer; todos juntos con sus escudillas, sin mesa, sin muebles ni televisiones, sin neveras que abrir ni bandejas que limpiar en una pica inmunda. No cantaban ni reían entonces, nadie tocaba las palmas: no hay lugar más triste que una mesa ya que es frente a ella cuando el entendimiento recorre todas sus miserias, allí el pobre entiende toda su condición y el solitario añora todas sus amistades.
Nunca nos acercábamos a aquellas casas, estábamos advertidos contra las malicias que nos podían hacer, eran más vivos que nosotros, ellos trapicheaban con hierros desde antes de que llegáramos los de los pisos y ellas se casaban siendo niñas, con la primera regla, y empezaban a tener hijos, sin respetar siquiera los descansos. Se escandalizaba mi madre y las vecinas pero yo no entendía nada, como un chiste que contó mi padre cierta vez y mencionaba la palabra purgaciones, me lo intentó explicar, íbamos en el coche camino de la playa, pero tampoco lo pude comprender. Se reía y miraba hacia el asiento trasero por el retrovisor, le debía agradar que fuera todavía tan crío, sólo lo entendería todo después, cuando dejé caer las siguiente piezas de mi inocencia.
Pero advertidos o no los gitanos estaban allí y nos saludábamos de lejos, con la mirada distante, tratábamos de no relacionarnos con ellos aunque de nombre conociéramos a la mayoría. Debían ser unos quince o veinte y su patriarca se llamaba Juan, tenía las patillas muy pobladas y mi padre y los vecinos siempre hablaron bien de él, de su hijo no tanto, más desarreglado que el padre, le llamaba todo el mundo Tarzán y tenía fama de vago. También estaban Valentín, el guapo, y otro gitano de rostro torvo al que llamaban el Mulé, andaba sucio y desafiante, la chaqueta a los hombros y la camisa abierta con trallas de plata, lo temían como al hambre en todos los bares y se contaba que había matado a otro gitano y lo había tirado al río desde el puente del Molinet. A menudo desfilaban todos juntos, hacían el largo de la calle principal del barrio con su carro hecho de palés y ruedas de motocicleta, rebosante de hojalatas y colchones de muelles blandos, al gobierno del carromato Juan y los otros gitanos detrás tocando las palmas, quizá cantaban para demostrar que poco les importaba que la gente les escondiera la cara, las mujeres detrás, junto a una cohorte de perros y niños que rodeaban al bueno del gitano Juan como si fuera la guardia de un rey Poro.
El verano del cortapichas, sin duda el tiempo es también un insecto paciente, teje lento con su pico de araña, trama su pátina blanca alrededor del recuerdo hasta que deja una película que emborrona la memoria, se nos atora cualquier imagen, como si removiéramos un agua estancada y el légamo enturbiara el reflejo, esa imagen morosa que se apaga. No hay mejor forma de regurgitar estos recuerdos que una bisagra nos los traiga, creo que hay bisagras en el tiempo, imágenes-quicio, puertas de hojas dobles que nos traen a la memoria una situación paralela del pasado. Bastaría con que observara el fuego de cualquier hoguera para que esta imagen bisagra me trajera el mi último San Juan, aquel verano, creo que no llegamos siquiera a poder encenderla aquel año, lo que no nos robaron los de los Pisos Rosas se lo llevaron los del Ayuntamiento que debían hacer una batida contra las hogueras ilegales. Se lo llevaron todo, con nosotros allí plantados, viendo como lo montaban pieza a pieza en un volquete, incluso subieron una escalera que quería mi padre y por la que se había peleado con un vecino poco antes. Mi padre estaba furioso, la escalera apetecida rebotó contra los otros muebles, sonaron sus huesos escañados como los de un hombre muy flaco al que se le sacude, y aquel estertor de fracaso retumbó en nuestros oídos durante años, puede que su eco todavía lo encuentre ahora.
Fue aquel verano de mis últimas hogueras también en el que enterré mi primera inocencia. Es la inocencia un gigante de juguete al se le van cayendo las piezas, y algunas de ellas debieron quedar allí, en aquel desmonte de cascotes y hierros negros; como en otros tres o cuatro sitios más tarde, mi inocencia, como la de cualquiera, reposa repartida en varios sepulcros, como el cadáver de Napoleón en los Inválidos. De aquel verano del cortapichas ha quedado un reflejo fuerte, con poca pátina y por eso se aviva enseguida, basta frotarlo un poco, encuentro fácilmente una imagen bisagra, como cuando observo niños y niñas enredados en un mismo juego vuelven también mis primeros brillos del sexo, los de aquel tiempo temprano en que fui enterrando temores. No sé si fue aquel verano también o hacia Navidad, aunque más bien lo segundo porque con buen tiempo solíamos jugar en la calle y no en las casas.
Nuestro lugar de juegos era un patio interior que cerraban tres enormes bloques de pisos, flameaban los parches de los balcones y las ropas tendidas. En aquel espacio jugábamos a fútbol, a matar, a pichi y a dar vueltas al polígono con la bicicleta. Estaba lleno el patio de agujeros y las porterías de fútbol eran dos socavones en los que dejábamos unas marcas de piedra. Solíamos acabar corriendo tras algún balonazo a las persianas de las galerías Darsa, un rimbombante nombre para unas tienduchas llenas de polvo y pintadas. Eran las galerías de planta cuadrada como una caja de cerillas, con unas claraboyas de plástico en forma de burbuja en el tejado; eran enigmáticos aquellos ventanales, como los que en la televisión se veía en algunas instalaciones submarinas o en las construcciones del desierto. A menudo se colaban balones en aquel tejado plano y la mayor excitación de subirse era poder mirar a través de aquellos ojos de buey. Se veían tristes aquellos comercios desde arriba, te envolvía una capa melancolía mientras observabas al tendero de bata azul frente a su vacío mostrador de fórmica. El que tenía más movimiento era un pequeño supermercado con dos hileras de víveres y una ruidosa nevera de madera a la salida, era amplia como un armario ropero y tenía unos gruesos cierres de metal que siempre me llamaron la atención, su sonido de cofre al cerrarse, el extraño mecanismo del frío que congelaba a veces los refrescos hasta dejarlos de una pieza, no lo dejes abierto, decía siempre la mujer que cobraba, salías con tu polín de limón congelado mientras fuera uno de los tenderos subía paquetes de sopa por las terrazas, con una cuerda y una cestilla de mimbre.
A aquel tejadillo, a mirar por las claraboyas, subí alguna vez con las Gemelas, Mari Ángeles y Luisa, las vecinas del primero segunda, las únicas mujeres con las que me relacionaba con normalidad en aquellos años, seguía siendo un cuajo de crío y la inocencia era un mecano inamovible que avanzaba detrás de mí como una sombra. Con ellas llegó el despertar del deseo y temblaron todas aquellas piezas, con ellas llegaron los primeros besos, acaricié a mi primera mujer y supe lo bueno y lo malo que me podían deparar aquellos derroteros...
Puede que todo sucediera en Navidad, estaba en casa de las Gemelas con Mauri que sabía de aquellas lides el doble que yo; solíamos jugar a peluqueros, o masajistas, y puede que aquel entretenimiento primero provocara el siguiente. Luisa, la más despierta, nos dijo que saliéramos de la habitación y que sólo entráramos cuando ella avisara. Salimos y esperamos fuera temblando de puro deseo; al volver el cuarto estaba a oscuras y sobre la cama estaban ellas con un cartel de cartón que rezaba “toque donde quiera”. Debía pellizcarme para creerlo, estaban allí tendidas sólo con un maillot, con su briosa melena negra, inmóviles, escondían en sus cuerpos ya de mujeres el secreto de todo. Los padres no tardaron en llegar y aunque el juego ya había acabado debieron notar la turbación en nuestros rostros. No pudimos volver a subir a aquel piso, y menos a solas con ellas. Después sólo recuerdo retazos de aquellas chicas, supe que a su padre le gustaba entrar a la habitación a probarles los sujetadores, recuerdo a su madre llorando en casa, contándole avergonzada aquello a mi madre, Manuel bebe mucho, lo recuerdo siempre tumbado en el sofá, discutiendo sobre Carrillo y Comisiones Obreras con mi padre, eran del sur, de Barcarrota en Extremadura y siempre hablaba de su pueblo como si allí hubiera dejado media vida. Al poco tiempo volvieron allí, la vida en la ciudad no debía probarles.
Yo hasta entonces había sido muy frugal por lo que me llegó aquel hambre nueva en forma de pulsiones extrañas, como un escalofrío que me atraía pero cuyas leyes no acertaba a discernir. Al mismo tiempo otras contradicciones se agitaban en mi seno; es tiempo de brillos y miedos la niñez y juventud, es una galerna dolorosa de la que se puede salir mal parado, y en mis miedos estaba la idea de que la operación de fimosis había dejado secuelas. Suponía que habría quedado impotente o castrado y jamás podría tener una relación sexual normal, me sentía manchado, aquella operación había tenido algo de anormal y diabólico, nadie hablaba de aquello, sólo me había pasado a mí y la pinza de aquel condenado insecto no hacía sino recordarme el bisturí, la punción, las semanas con los puntos.
Arrastró el palo de Mauri el cuerpo del cortapichas casi un palmo, se fue deshaciendo su diminuta coraza en cada una de las aristas del cemento hasta que sólo quedó un suave rastro encarnado, como la cola de un cometa. Noté una curiosa sensación de alivio, como si el bisturí que me amenazó en la operación dejara de tajar la carne, se había parado y retrocedía. No sentía apuro por aquella pequeña crueldad, era una entre tantas. Está la niñez plagada de diminutos crímenes que arrastraremos siempre, quién no pegó a cualquier infeliz y le escupió luego, por qué fuimos crueles con un perro o una cucaracha por mera curiosidad.
Nada bueno me traen los recuerdos bisagra. Se apagó el tiempo de los piropos. Es una pátina fría la de aquel tiempo, el verano del cortapichas y el invierno que vino después huelen a tierra húmeda de sepulcro, a las velas de Todos los Santos por los que faltan, a enfermedad, al agujero en que enterré mi primera y mi segunda inocencia. Deben estar dormidas las dos en su sarcófago de madera, con cierres que suenan a cofre, como los de Napoleón, como los de la nevera de las galerías Darsa, se ríen las dos y a la que es un muñeco de mecano se le cae un brazo, se desternillan y se mueven juntitas, de tanto reír a la flaca escalera le castañean los huesos tiesos de puro invierno.






Fernando Clemot (Barcelona, 1970), ha obtenido numerosos premios de cuento como el Kutxa Ciudad de San Sebastián, el Ciudad de Hellín o el Villa de Benasque. Acaba de publicar la novela El golfo de los poetas. Colabora en las revistas Quimera, Barcarola y Literaturas.

Sla de Mquinas: El narrador, por Miguel A. Cáliz

La literatura son palabras negociadas. Negociadas lógicamente entre el escritor y el lector. Un compromiso que se establece mediante la selección de las palabras y las frases, pero también por el orden razonado de los sucesos. Para contar con maestría resulta imprescindible que el lector no dude de lo que lee, y a partir de ahí surgirá la posibilidad de conmoverlo o asustarlo. Por ello el narrador debe marcar bien el sendero, evitando que el lector se confunda o tome desvíos a mitad del recorrido. A esta trayectoria firme y definida podemos denominarla credibilidad del narrador. Si no la tenemos nuestra historia jamás funcionará. A efectos prácticos, esto quiere decir:


no confundir el tiempo en el que se está contando el relato
no equivocar la persona desde la que cuenta la acción
no fluctuar en el punto de vista elegido


Cumpliendo estas premisas, que sirven tanto para la narrativa breve como para la novela, los creadores literarios han convencido a sus lectores de que pueden visitar otros tiempos y otros mundos, de que pueden saltarse las normas físicas, de que es posible burlar la muerte. Para alcanzar esa credibilidad decisiva, para prosperar en ese “negocio a medias” que se establece entre escritor y lector, debemos mantener desde el inicio del relato hasta el final del mismo una serie de elecciones que previamente habremos realizado.

1ª) Respecto del tiempo en que se narra la historia:
Es preciso determinar el tiempo en el que sucede la historia: pasado, presente o futuro, con las repercusiones que cada uno de dichos tiempos posee.
Se puede escribir en pasado, lo cual implica obviamente que toda la historia ya ha sucedido y por tanto debe ser conocida por quien la cuenta. Esto no quiere decir que el narrador no pueda mostrar sorpresa por lo que acontezca, ya que a veces se escribe en un pasado inconcluso, un tiempo imperfecto que da la sensación de estar sucediendo a la vez que se narra.

Aunque todo haya sucedido años atrás, o incluso siglos, hay que tratar de incluir en el relato una lógica progresión del tiempo, procurando dar la sensación de que este avanza, porque si los sucesos del relato no dan la sensación de avance el lector tendrá la sensación de que en realidad todo ocurre en la cabeza del narrador.

Veamos como ejemplo de todo esto un fragmento de Memoria de Paulina” de A. Bioy Casares.



“Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección.
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó –Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita. Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
–Vuelva mañana por la tarde–le dije–. Le presentaré a algunos.”




Observemos:

- Se establece un inicio ordenado temporalmente de la historia: Primeros recuerdos sobre Paulina, segundos recuerdos sobre la relación, aparición de una tercera persona, consecuencias que tiene cada hecho. El resto del relato sigue el devenir de los acontecimientos de la relación entre la pareja, y el “reloj” del relato va avanzando con dichos acontecimientos.
- Hay una selección de los elementos, toda vez que contar en pasado implica que se ha procedido a una reducción de los hechos fundamentales. Se cuentan las anécdotas más trascendentes y se puede conocer el significado de las mismas, como cuando concluye a partir de una anotación en un libro: "Nuestras en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.”
Después la cosa cambió para la pareja de personajes, pero eso es algo que al narrador ya sabe, y contará cuando convenga mejor al desarrollo de la historia.
- Posibilidad de establecer hitos temporales, de marchar sucesos reveladores que luego van a tener alguna relación con el presente o con otros sucesos del pasado. El narrador dice: Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
- Al escribir en pasado, resulta fácil incluir otras anécdotas dentro de la historia principal. El “reloj” de la historia puede pararse para explicar algo, para añadir una nueva aclaración, o para incluir otra historia dentro de la principal. Una posibilidad que resulta complicado de llevar a cabo cuando se narra en presente. Por ejemplo la llegada del personaje de Julio Montero con su manuscrito, permite relatar dicho suceso como si fuese una historia dentro de la historia.
Todas estas características hacen el que el pasado sea el tiempo más habitual en la narración, ya que permite un dominio total de la historia.
Aunque resulta poco habitual, se escribe también en presente. Y en este caso el narrador suele ir viviendo con el lector los acontecimientos del relato (riéndose, temiendo, sorprendiéndose). Es un tiempo más complejo ya que estamos acostumbrados a relatar historias que sabemos, y el mismo acto de contar implica un distanciamiento temporal respecto del "suceso". Desvelar algo que está ocurriendo al mismo tiempo que se escribe requiere de una cierta maestría. El presente además limita la capacidad para incluir reflexiones o insertar comentarios de cualquier tipo, ya que el “tiempo” en el cual se desarrollan los acontecimientos no se puede detener.


Veamos por el contrario, como resulta un relato escrito en presente, concretamente “Polvo eres” de Juan Bonilla:


“En una habitación de un motel de las afueras.
Las luces de los coches reptan por el techo como serpientes sorprendidas, y el foco policial de la luna perfora el aire sombrío con una franja de luz coagulada que se estrella contra un montón de ropa sucia.
En un rincón, sobre baldosas desgastadas, una mujer a 1a que las pústulas y la desnutrición no han logrado callarle enteramente la belleza, se acaba de inyectar heroína en un tobillo.
La droga no tarda en difundir sosiego por su cuerpo diezmado, colgando piedras de sus párpados, disecando fantasmas en su cerebro, obturando de flema sus intestinos, borrando alrededor todas las cosas con una gasa negra.
El viento le arranca a los árboles una canción antigua que en el interior de la mujer se transforma en la nana con la que su madre la acunaba.
Débilmente sus labios la tararean mientras va hundiéndose en un abismo de sueño o de inconsciencia.
La noche transcurre con la lentitud de una guerra perdida y humillante.
A alguna hora de la madrugada alguien empuja la puerta, y entra en la habitación, y enciende la luz que en la embaucada percepción de la mujer es el sol matinal que incendiaba el aire del cuarto de su infancia.”




Ppel: De quince me llevo una Paulino Masip (Zimerman Ediciones) 2009, reseña a cargo de José Cruz


En Junio de 2009 nace Zimerman ediciones, que levanta la persiana del negocio recuperando este libro de relatos publicado en México en 1949, pero inédito en España.

De quince me llevo una es un libro matemático, y no sólo por el título. Si nos repartieran los diez relatos que integran el volumen sin decirnos quién es el autor, encontraríamos al menos tres voces narrativas distintas. Masip es un autor que aglutina en sí el misterio trinitario. De modo que prepárese para dividir entre tres De quince me llevo una, y le saldrán las cuentas.

División primera: Masip es un poeta que se sirve de esa condición para factorizar, para crear una creciente gran bola poética, grandilocuente, de palabras y frases catedralicias, que a pesar de todo no sobrecargan la estructura de la narración, que no la lastran ni le ponen densidad empachosa, sino que le ponen un marco dorado y churrigueresco que termina de armonizar con el conjunto. Cómo lo hace no lo sé. Puede intentar descubrir los entresijos de esta escritura leyendo “La muerte en el paraíso”.

División segunda: Masip toma toda esa materia prima anterior, la calienta, y la coloca como munición de su artillería pesada. Ese nuevo arma es un discurso poético ahora emperifollado y vuelvo a repetir que de resonancias catedralicias, que se amplifica en la grandilocuencia más exaltada. Palabras altisonantes, que reverberan, que reproducen en nuestros oídos el timbre del más rancio falangismo. Y ahí viene lo interesante, el magisterio personal y literario de este escritor: ya sabemos que el libro se escribe en 1949, las heridas siguen sangrando, Masip ha conservado el pellejo, pero está exiliado, y para vengarse del enemigo toma su propio metalenguaje, esto es, copia la tonada: lo que leemos parece purgado por el censor más rancio y casposo del régimen. Nuestro ojo recibe la imagen invertida y en algún punto le da la vuelta. Algo así sucede en estos relatos, que algo le da la vuelta a todo este discurso de cartón piedra y dicen lo contrario de lo que parecerían pretender. Ese algo es el humor, la risa y la alegría. Elementos perniciosos, enemigos de lo salutífero, emponzoñadores del recto pensamiento que nos ha de guiar, y por tanto prohibidos en la España a Dios gracias relevada del yugo rojo (léase esto anterior con el tono exaltado de un generalísimo). Humor y risa sin carcajada, porque en los relatos de esta cuerda hay una mala baba serena, cáustica por lo subcutáneo, sin ira, carente de retorcimientos, del “y tú más”, bisturíes tan afilados que cortan la carne sin hacerla sangrar. “Prudencio sube al cielo” más que un relato es una astracanada (tendrá que quitar la connotación negativa de esta palabra, lo de “chabacana” que da la definición del DRAE, porque no hay absolutamente nada que manche este texto glorioso en el amplio sentido de la palabra). “Y por primera vez, Prudencio piensa que la Iglesia es como una nube interpuesta entre Dios y los hombres, pero mucho más cerca de éstos que de Aquél”. El otro relato-mausoleo marmóreo de este bloque es “Dos hombres de honor”. Es el relato más largo de todo el libro y en él Masip nos deslumbra con su “savoir faire”, con su pulso firme de escritor que domina los recursos del oficio para dibujar a los personajes con tiralíneas (quien haya intentado dibujar con tiralíneas sabrá de qué hablo). Rico en matices, en guiños despiadados sobre la falsedad, la ignominiosa condición mental de estos dos indecorosos sujetos de alto standing, paradigma de los “hombres de casta española” y conciencia tranquila. Conciencia tranquila gracias a que han encontrado las grietas por donde colarse, aquello de que “Quien hizo la ley hizo la trampa” les va que ni pintado.

Es interesante y necesario señalar la troncalidad del “mecanismo” en los relatos de Masip. “Mecanismo” = los personajes masculinos buscan (como si de una ecuación se tratara) el modo de despejar todos aquellos impedimentos que hay en su camino hacia la felicidad, hacia el feliz cumplimiento de sus intereses o en dirección a la tranquilidad de una conciencia culpable. Buscan lo que en planificación estratégica se llama convertir las amenazas en oportunidades.

División tercera: Masip hace pasar un buen rato al lector con su humor depurado. El relato que da título a su libro así lo demuestra. Pero no es humor sin más, líneas arriba escribía sobre el “mecanismo”. Modesto Rincón, luciendo el más práctico de los sentidos prácticos, se da cuenta de que se va a llevar la parte del león, que de quince catorce van a ser para él, lo que es mejor que nada, o poco.

Pero es que además algunos de sus relatos no han perdido vigencia, frescura, modernidad y tanto es así que “Erostratrismo” no solo es un relato con un título cuya raíz (Eros) a mí se me ha antojado un falso amigo (o un falsch friend que dirían los ingleses refiriéndose a esas palabras que no significan lo que parecen), sino que es tan sorprendentemente actual en su lenguaje, en su trama, tan ingenioso en su armazón, que en algunos pasajes podríamos confundirnos si no supiéramos que Masip es anterior a Woody Allen. Desde luego para mi gusto el de mejor factura, el más inteligente en cuanto a la forma en que el autor va componiendo el mecanismo del cuento para conseguir salirse con la suya

Dije que Masip es un creador trinitario, pero dije mal. También es capaz de hacerlo un poco peor, de situarse quizá del lado más “cateto” o estrecho de su tiempo. No es por aquello de que siempre las mujeres sean el piñón de ataque en la cadena de la perdición de sus protagonistas masculinos (Meritier, Aurora, Encarna, María Teresa, la protagonista femenina de “Nochebuena en el tren”, podrían ser anatemizadas en ese tiempo) si no por el relato “El apólogo de los ajos”, cuyo tufillo procede de su rancio costumbrismo, de su bisoñez de gente bien, y no de esos tan mal tratados alicamentos (alimentos que a la vez son medicamentos, que el DRAE todavía no lo recoge). En cualquier caso una muestra más de su versatilidad, de la capacidad camaleónica de este narrador, poeta, periodista, y guionista, para adaptarse a cualquier registro.

Y desde luego no voy a pasar de puntillas por el Masip del cuento antropológico. “Memorias de un globettroter”. Una pequeña joya. Ni por el Masip del relato social que se concentra en los dolores del corazón más que en el hambre que provoca la injusticia social, como en el conmovedor “El alfar”, (que cierra con broche de oro el libro de relatos propiamente dicho, puesto que “Chiquillos ante el mar” debe considerarse una serie de apuntes, esbozos de relatos).

Ha tenido que pasar todo este tiempo para que la obra de Masip saliera de su silencio, que Zimerman ediciones volverá a romper con la edición de otras obras del autor (nada de lo suyo vio la luz en la tierra que le vio nacer a la luz). De diez se va a llevar una. Una sensación de tiempo bien empleado.

Ppel: “De mecánica y alquimia” de Juan Jacinto Muñoz Rengel (Editorial Salto de Página, Madrid, 2009) Reseña a cargo de Miguel A. Zapata

La secular marginación del género fantástico en las letras españolas se ha venido operando en el mercado editorial a pesar del empuje y la calidad de autores incontestables como José María Merino, Cristina Fernández Cubas o el primer Juan José Millás, que han centrado buena parte de su obra en dotar a las constantes del género de un perfil autóctono y singular en obras de gran altura creativa. Pero es quizá la aproximación personal que vienen haciendo las últimas generaciones de narradores la que ha revitalizado el cuento fantástico y le ha aportado una modernización conceptual muy saludable. En esta nueva camada de autores cabe incluir a Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974), uno de los mejores especialistas en cuento fantástico escrito en castellano de la actualidad, que acaba de presentar De mecánica y alquimia, su segunda colección de narraciones breves.

Un primer análisis de los modos creativos de Rengel nos hace entroncar su prosa en esa feliz tradición de escritores hispanoamericanos que concebían la Literatura como una conjunción exquisita de fondo y forma, cuidando los aspectos estilísticos mediante una escritura precisa y bella, esa línea que parte de Macedonio Fernández, encuentra continuidad en Felisberto Hernández, Arreola, Borges o Cortázar y nutre hoy a algunos de los nuevos creadores de la perturbación fantástica. Los cuentos de Juan Jacinto están construidos, además, con un estilo orgánico, meticuloso y rico en matices idiomáticos infrecuente, por desgracia, en gran parte de las creaciones literarias españolas de hoy, más preocupadas en el alcance masivo de las obras que por el enriquecimiento de la lengua. Estamos, pues, ante un delicado tejedor de palabras que evita la pirotecnia vana para adecuar el virtuosismo a las historias que cuenta.

Si su primera obra, 88 Mill Lane, asumía de manera consciente el acerbo borgiano (tratamiento de las especulaciones espacio-temporales, la identidad, los mundos que se autocontienen…), en De mecánica y alquimia el abanico de temáticas y enfoques se multiplica para mostrar una panorámica amplia (del género negro al cuento de terror, de la literatura especulativa al fantástico clásico, de la protoficción al posibilismo futurista) que renueva géneros y subgéneros al hibridarlos en una concepción fractal que aporta a su obra una naturaleza mutante donde cada parte modifica el conjunto a través de una sutilísima red de interconexiones temáticas e intelectuales.

En este sentido, la arquitectura de la obra remite, conscientemente, a un orden cronológico que otorgue unidad a sus intenciones narrativas y un alcance conceptual que no es otra cosa que una reinterpretación de la Historia desde el punto de vista de la tradición filosófica y el desarrollo del conocimiento. Así, la alquimia, como protociencia medieval que aúna la química, la mecánica, la brujería o el mito, es aquí el vehículo que permite hilar cada cuento con el resto para conformar un corpus teórico sin salir de los límites fabuladores del género fantástico: la evolución dialéctica de la civilización desde la imagen mitológica o supersticiosa del mundo hasta la progresiva sustitución que en ésta se opera a través de la mecánica y las utopías que procura la ciencia.

El cuento que abre el volumen, El libro de los instrumentos incendiarios, ambientado en la taifa del Toledo musulmán del siglo XI ilustra esta concepción evolutiva. En una trama policíaca que lleva al jefe de policía de Toledo a investigar la desaparición del escriba del rey y los misteriosos incendios que asolan esporádicamente la ciudad para desentrañar toda una trama conspirativa alrededor de un libro avanzado para su época que permite la destrucción a través del poder lumínico de las lentes, Muñoz Rengel traza con mano maestra y en un admirable crescendo de tensión esa lucha entre el logos y la creencia supersticiosa, entre lo sobrenatural y la metodología empírica que alumbra los procesos de cambio histórico. Esta misma concepción que pretende desarticular el mito y las tradiciones populares en pos de la verdad de la lógica se hace también palpable en la deliciosa fábula medieval de El relojero de Praga, donde la construcción del reloj astronómico y la naturaleza misteriosa de su creador son refutadas por el azar de una revelación inopinada y sorprendente.

Lo hermético y lo misterioso (lo alquímico, en definitiva) sirven al autor como vertebraciones de un mundo de secretos que laten bajo la superficie regular de la verdad aceptada. Es aquí donde Muñoz Rengel se muestra un como un sensacional tahúr: en una mano porta la realidad demostrable (empírica) y en otra corrientes subterráneas que no podemos ver pero sí intuir; en un rápido movimiento son ambas intercambiadas y queda trastocado el orden que creíamos establecido: sustituye la realidad palpable por la verdad soñada o fabulada, buscando las fronteras de confusión entre Historia y mitología, como en una pintura de Escher, donde desconocemos si es lo pintado o el observador el que recrea lo imposible. Lapis philosophorum es ejemplar al respecto, al mostrarnos a ese inédito descendiente de Nostradamus, que en su simplicidad de ayudante del alquimista Alexandre de Arnim en la Provenza monacal del siglo XVI se revela finalmente como un anticipador involuntario de aterradoras visiones de la Segunda Guerra Mundial y del fin de los días, atestiguando así la tesis de que la búsqueda de claves explicativas del mundo puede llegar a desmontar la concepción de progreso que cada época construye alrededor de su limitadísimo entramado de ideas y técnica. Aquí, la hipótesis de Rengel alcanza valores de desaliento: todo lo que hoy es progreso, mañana será ceniza arcaizante. Los cuentos se disponen, entonces, al igual que la ciencia y el pensamiento, como capas sucesivas y remanentes de una certeza que no será nunca desvelada del todo: el concepto de verdad es un artificio y un proceso que requiere devastaciones de lo existente para volver a levantar sobre la nada nuevos edificios intelectuales que serán más tarde cascotes efímeros.

La precisa fusión de la fabulación pura y la especulación filosófica o metafísica dota a De mecánica y alquimia de una singular naturaleza moralista (que no moralizante) cercana a las compilaciones medievales (pienso en las narraciones de Bocaccio, en el infierno de Dante o las fábulas alquímicas de Nicolás Flamel, George Ripley o el teólogo Johann Valentin Andrae). Su inteligente construcción permite integrar en armonía lo narrado y lo expositivo. Por ello, no chirría en estos cuentos la inclusión de motivos alegóricos de la cultura europea entre lo espiritual (la piedra filosofal, el gólem, el libro como objeto revelador) y el progreso cimentado en el abandono de lo etéreo por el sustituto mecánico (la clepsidra, el reloj astronómico, el autómata), dando a la obra un tono multiforme resuelto con magistral control de los recursos intelectuales, expresivos y temáticos. En este sentido, resulta paradigmática una narración como La maldición de los Zweiss, cuya alegoría de los principios gestores del mal (entre el innatismo y la influencia morbosa de los agentes externos, sobrenaturales o no) remite a obras como La mandrágora, de Hans Heinz Ewers, o más recientemente Tres bosquejos del mal, de Jorge Volpi, rayando en un sadismo de enorme fuerza expresiva, al modo de un cuadro de El Bosco o Brueghel o una gárgola gótica alzada y expectante. También el bellísimo El faro de las islas de Os baixos, donde lo espectral y lo real se funden en la figura de ese farero solitario y sus visitantes intempestivos que remiten a las obras de Algernon Blackwood o los cuentos victorianos de fantasmas, ambigüedad estupendamente resuelta mediante la sutileza matizada del tono y los espacios mudos que trazan las elipsis narrativas.

Pero en este crescendo histórico y narrativo son dos los relatos capitales que sirven a modo de bisagra en la obra: El sueño del monstruo y Res cogitans. El primero recurre a la figura romántica del escritor victoriano casi ágrafo, de raíz bartlebyana que, sin embargo, intuye y anticipa como suyas obras de autores venideros (Verne, Wells, Borges) pero no consigue materializar en su propia escritura, aludiendo al carácter inconsciente del artista como crisol de ideas del pasado y anticipador de lo venidero, remitiendo también a esa concepción de la Historia que Rengel traza como un fractal donde el eterno retorno se cumple tanto en lo pretérito como en aquellas realidades que pertenecen a un futuro aún no perfilado. Res cogitans, por su parte, es todo un tratado o compendio de la dialéctica filosófica que entablan las principales corrientes del pensamiento occidental (el racionalismo cartesiano, el panteísmo de Spinoza o el idealismo de Hegel y Kant) representadas por la caja negra que simboliza el pensamiento puro, el gólem y el autómata. Este proceso donde el logos y lo ancestral entran en colisión nos llevará finalmente a los cuentos que cierran el libro (Brigada Diógenes y Pasajero1/1) que prefiguran anticipaciones de mundos futuros (la asepsia definitiva de los basureros de un planeta donde no cabe la decadencia ni los vestigios de un pasado en ruinas que nadie quiere mantener vivo, o la posibilidad final de la reconstrucción de un mundo devastado que deberá realizarse a través de la inteligencia artificial que sólo el aliento humano creador puede despertar), dentro no ya de refutaciones de lo histórico sino de un posibilismo distópico.

Los personajes de los once cuentos incluidos en De mecánica y alquimia parecen buscar verdades de carácter universal (Dios, la piedra filosofal, la resolución de un misterio especulativo o de las posibilidades de un porvenir que se anticipa incierto…) que justifiquen su vida y aplaquen sus dudas y temores, luchando así lógica y creencia, materia e idea, hombre y máquina… En esta tensión dialéctica que deberá resolverse en la mente y el discernimiento del lector, Muñoz Rengel nos muestra una obra rotunda, que crece a cada lectura gracias a la belleza incontestable de unas historias desbordantes de imaginación y de hondura intelectual. De mecánica y alquimia es, en definitiva, una joya literaria que pretende por igual mover nuestra materia pensante tanto como los músculos de nuestra cara en una sonrisa de satisfacción por los fabulosos momentos lectores que nos regalará (ayer, hoy, mañana) esta obra imprescindible.