domingo, 31 de enero de 2010

Paisaje sonoro, relato de Alejandro Pedregosa

La viuda abrió la puerta. Miró al comisario a los ojos almendrados y sucios.
-Disculpe, señora Ludimberg, necesitamos que nos conteste a unas preguntas.
Bajó los párpados en señal de asentimiento, y notó que en el descenso se empezaron a derrumbar también sus últimas esperanzas.
-Viuda de Ludimberg. –Dijo, corrigiendo al comisario.
-Sí claro, viuda de Ludimberg, disculpe.
Pasaron y se acomodaron en el salón. Junto al comisario venía una jovencita de apenas treinta años: la inspectora Beatriz. Algún tipo de mensaje que excluía las palabras se dio entre las dos mujeres. La mirada de la inspectora Beatriz le anunciaba su inminente detención pero al mismo tiempo la tranquilizaba sobre la crueldad del lo que hubiera de pasarle de ahora en adelante. La viuda entendió aun antes de que el comisario hablara.
-Venimos a detenerla por el asesinato de su marido –confesó el comisario mirando a la alfombra, casi con rubor.
La viuda se recostó en el respaldo del sofá, ligera y aliviada, como si le hubieran descargado el yugo que llevaba sobre los hombros. Ni siquiera se molestó en fingir sorpresa.
-De acuerdo, sonrió –giró la cabeza hacia la inspectora y preguntó– ¿Puedo llevar una pequeña maleta?
Beatriz asintió.
-Pero debo estar presente mientras la prepara.
Ambas mujeres se introdujeron por un pasillo ancho con ventanas que recibían la luz de la calle. El comisario quedó solo en mitad de aquella especie de museo dedicado al difunto señor Ludimberg. Fotos con todo tipo de artistas y personalidades, el violín de su aprendizaje infantil conservado en una urna, premios internacionales en la vidriera, en definitiva, el relicario gigantesco de lo que el señor Ludimberg fue para la historia de la música clásica. Sin duda, objetos y recuerdos de mucho valor que acabarían disparando las ganancias de cualquier casa de subastas.
Las dos mujeres regresaron haciendo gala del mismo sigilo que habían utilizado diez minutos antes para desaparecer. El comisario permanecía sentado y se rascaba con el dedo meñique las estribaciones de la calva.
-¿Preparada?
-Cinco minutos –y abrió la mano con sus cinco extensiones para que al comisario le fuera más sencillo entenderla– sólo cinco minutos. Supongo que no volveré en unos cuantos años. Estaba a punto de cenar cuando ustedes llegaron y he tenido un día terrible, necesitaría comer un poco antes de marcharnos. Imagino que la noche será larga en comisaría.
Los ojos del comisario dijeron que no, los de Bea que sí. La mano en el bolsillo del comisario decía que era tarde, la de Beatriz ajustándose un pendiente decía que cinco minutos. La viuda esperaba el veredicto. Finalmente el comisario asintió.
-Bea, acompáñale a la cocina. Sea breve por favor, tenemos cierta urgencia.
-No lo creerá pero de alguna manera es como si los estuviera esperando. Quizá por eso he hecho la tortilla con seis huevos, qué tontería verdad, intuía que debía gastarlos, como si me fuera a ir por un largo periodo.
Las dos mujeres desaparecieron de nuevo, en esta ocasión en dirección contraria. Instantes después volvían con una maravillosa tortilla de patatas que irradiaba una luz propia. El comisario no pudo por menos que abrir en toda su extensión aquellos ojos suyos, pequeños y vulgares. Beatriz traía una cesta con pan y una botella de vino.
Los policías rehusaron la invitación. El cuchillo se introdujo en la masa con la naturalidad del agua que inunda un surco. La cuña que la viuda se sirvió destilaba cierto aroma irrenunciable y brillaba en los ojos del comisario como una joya en un escaparate. La viuda lo advirtió y renovó su invitación.
-No debería –se excusó el comisario– pero ciertamente …
-Pruebe –le animó la viuda– son huevos de campo, mi marido era sumamente exigente en lo que a alimentación se refiere, y por qué no decirlo, también algo ridículo. Fíjese que se hacía traer la verdura y los huevos desde Redoma. Cien kilómetros conducía el chaval de la granja cada semana, claro que bien que se los pagaba.
La prudencia y lo inusual de la situación llevaron al comisario a cortar apenas una finísima lasca, y mientras se desacía en su boca comprendió la paradoja que dormía en las manos de aquella señora, tan sensibles al asesinato como al arte de los fogones.
-La felicito. Está deliciosa.
Beatriz los miraba casi divertida. Ciertamente aquella profesión tenía momentos esperpénticos.
La viudad sirvió al comisario, sin que éste lo pidiera, una breve copa de vino. Él comprendió que aquel detalle lo habilitaba para servirse un nuevo pedazo, que en esta ocasión sajó sin reparos.
Igualando por aquí e igualando por allá, la perfecta circunferencia de huevos, patata y cebolla había descubierto un dibujo con motivos florales en el fondo del plato.
-Bueno –dijo la viuda después de apurar su copa– muchas gracias, comisario. Necesitaba sentir por última vez el calor del hogar.
El comisario había comenzado a sentir cierta filicación con la mujer y sin saber muy bien por qué quisó darle ánimos.
-No sea tan drástica, usted es joven todavía y los años pasarán rápido.
Ella lo miró con una sonrisa condescendiente.
-No, comisario, yo nunca volveré porque no he de marcharme.
Los dos policías se miraron sin entender. Al comisario no le gustaban las adivinanzas, así que intentó cortar por lo sano. Se acercó a la viuda y le tocó el brazo como dándole a entender que era la hora.
La mujer le asestó de nuevo una sonrisa casi cariñosa.
-Siéntese, comisario. La muerte se recibe mejor sentado que de pie.
Un miedo paralizante hizo que el comisario le soltase el brazo. Aquella mujer no estaba loca, aunque hablase como tal, y esa evidencia le punzó en algún lugar ignoto entre el corazón y los pulmones. Giró su cabeza hacia Bea y después hacia el plato vacío con insignifantes rastros de tortilla.
-¿Sabe usted, comisario, cuánto tiempo se necesita batir el arsénico para que se funda con las llemas de huevo? Le sorprendería. Ocho minutos exactos, manualmente claro, en una batidora el proceso sería mucho más rápido, pero yo soy de la vieja escuela. Siéntese, comisario –insistió– porque el arsénico se come el oxígeno de la sangre con la misma voracidad que usted y yo nos hemos zampado esta tortilla, y de aquí a un par de minutos comenzaremos a respirar con dificultad y es mejor que la última vocanada nos pille sentados, no resulta elegante derrumbarse ante la inminencia de la muerte.
La inspectora Beatriz, en un gesto tan inútil como estúpido, desenfundó su arma y apuntó con ella a la viuda.






Alejandro Pedregosa (Granada, 1974) es licenciado en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada. La mayor parte de su producción literaria se enmarca en el terreno de la poesía. Ha publicado dos libros de poemas: Postales de Grisaburgo y alrededores (accésit del Premio García Lorca, 2000) y Retales de un tiempo amarillo (Premio Ciudad de Trujillo, 2002). Participa en el libro colectivo Dos días laborables y un domingo (Ayuntamiento de Loja, 2001, gracias al accésit del Premio Artífice de Poesía). En octubre de 2004 recibe el accésit del Premio José Agustín Goytisolo en Barcelona y en abril de 2005 gana el Premio de Novela José Saramago con Paisaje quebrado, editado por Germanía. Fue director de la revista literaria “Letra Clara”.

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