No era él, era otro; el de la mirada perdida y el rostro blanquecino, cuando los tapetes verdes absorbían su cerebro, cuando alargaba la expresión del semblante y le costaba tragar saliva, arañando sin descanso el interior de los bolsillos como si en ellos habitasen una decena de ratas. Era otro el que oteaba las mesas, siguiendo con la vista el juego de manos del prestidigitador que repartía suerte; buena y mala, a elegir. La garganta seca le hacía toser. Apostaba con el pensamiento: dos posturas a la carta del imbécil de la derecha si fuera yo ojos de hielo no te sirven de nada aquí vas o no vas. Esperaba que volteasen los naipes. Se mordía los labios si aquella jugada resultaba premiada. Lástima de no tener con qué. Al acecho de algún jugador despistado, llamándose ruin y ladrón para sus adentros (vomitaría pero las manos rasgan la tela del bolsillo, uñas felinas deseosas de poseer, mi vida por una moneda), pero dejando el garfio sobre la mesa, cerca de las torres de fichas, los dedos huesudos que comienzan a moverse, la araña que camina, lentamente, fatigada, hacia el rapto del capital.
Total, ya, para qué.
Pero no se trataba de eso, no era algo comprensible, algo que se puede hacer de modo racional. Había intentado explicarlo muchas veces, cada una de ellas de rodillas, postrado sobre unos pies delicados que se afanaban en marcharse lejos de allí. Es difícil explicar lo que me pasa, y su corazón volvía de viaje y el arrepentimiento duraba casi una semana. Hasta que el viernes recogía el sobre de la paga y pensaba que, aquella noche la suerte no le podía fallar.
Le echaron del trabajo, perdió la casa y dilapidó los ahorros pasados y los que pudiera juntar en doce vidas. Al llegar de la última partida tras varios días de ausencia, aquellos pies de porcelana, que se habían cansado de esperar, se llevaron la poca dignidad que le quedaba hasta el lecho del Sena. Fue entonces cuando decidió acabar con todo, sabiendo que eso significaba, acabar también consigo mismo. La posesión aquella, el espanto del juego, tenía que terminar.
Vagó por el Marais sin quitarse de la cabeza la pregunta. Recorrió el boulevard de Richard Lenoir, cruzando entre los tranvías de acera a acera, jugando a la muerte. No se dejó atracar en la Place des Vosges, enseñando las costillas de su pecho a aquellos dos malhechores como lugar idóneo para alojar aquel estilete de acero. Frente al Hotel de Ville lloró queriendo sacar de sí todo el mal que le poseía, pero no lograba serenarse y la concepción de que todo ya estaba decidido le hizo encaminar sus pasos hacia los puentes de la Cité. Subió a uno de ellos y recorrió en un equilibrio precario aquella valla de piedra hasta llegar al medio del cauce del río. Una tenue neblina vaporosa lo cubría. Cerró los ojos, adelantó los pies hasta dejar al aire las punteras y dobló las rodillas. Justo entonces, escuchó la voz.
Treinta y cinco.
Procedía de dentro de él, de su interior; pero la escuchaba perfectamente.
Treinta y cinco.
Hacía frió esa noche en París. Los vapores del río denotaban el contraste de temperaturas entre el día y la noche. Se incorporó. Otra vez la mirada perdida, las manos crispadas en los bolsillos sin nada que aprehender; otra vez aquella posesión. Sabía, aunque no quisiera saberlo, que en la Rue du Temple había casino. A dos minutos de allí. Casino con dados, naipes y ruleta. Volvió a adelantar las punteras, a flexionar las rodillas. ¿De qué le serviría ahora ganar nada? Se incorporó de nuevo. El vapor formaba caracolas evanescentes sobre el Sena. Sí, ya sé, el placer de ganar, obtener algo del destino, algo diferente a la mierda de siempre, al aburrido y repugnante modelo de vida, arrancárselo de entre las fauces por una vez en la vida. Maldijo para sí. ¿De qué servía saberlo si no tenía nada para apostar?
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
Otra vez la voz.
Lo entendió. Cerró los ojos y diseñó con el pensamiento dos luises de oro, veinticuatro quilates, relieve opaco, valor incalculable. Estaban en aquella joyería de Auber la mañana de sábado que compró el anillo de pedida. Nunca vio nada más bello, ni nada más valioso. Los volteó y encontró en el reverso dos sellos de la corona real y una fecha imposible para el siglo XX. Pesaban como plomo en su mano, podía casi sentir su pureza en el puño, el calor de la pasión que los fundía. Abrió los ojos. La bruma que seguía enroscándose hacia la bóveda del puente. La mano abierta y la crispación en su mirada al verla vacía.
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
Y fue al agacharse de nuevo, decidido esta vez a lanzarse al Sena obviando la voz, cuando escuchó el tintineo. Metió la mano con miedo en el bolsillo derecho. Logró tocar aquel metal caliente, como recién acuñado. Palpó con el índice y el pulgar y se estremeció al descubrir los rostros laureados.
Ni se atrevió a sacarlos del bolsillo. Bajó del alfeizar del puente y corrió hacia la Rue du Temple. Treinta y cinco. Una, dos; trece veces. Saltó la banca. Elogios, felicitaciones, lo nunca visto, besos y abrazos, champagne para celebrarlo. Y el cuerpo alisado, los nervios mudados, una satisfacción como de orgasmo, el tacto ausente y el cerebro vacío. Ya, por fin, conocí.
Con las primeras luces del día, caminaba por el empedrado recién bruñido por la manguera. En el bolsillo interior de la chaqueta un pagaré por cientos de miles de francos. La sonrisa queda, pero ya olvidada aquella satisfacción. Si estuviera, pensaba; si estuviera. Pero no. El frío de las losas de mármol de la entrada le traspasaba los zapatos. Ya aquello no era un hogar. Ya ni los pies ante los que tenderse rendido. Ahora, ahora que todo había cambiado.
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
De nuevo la voz. Y la imaginó con los ojos cerrados, como si crease una diosa desde el arroyo, con los cabellos dorados y el vestido de raso radiante, con su cuerpo albado, tierno; con sus ojos de flor. La imaginó, y no tardó en sentirla a su lado, húmeda como él, agarrada de su mano. Abrió los ojos. El rostro velado por la cortina de la ducha, la cadena enroscada al cuello como un collar dentado, la asfixia a punto de llegar a su culminación, el agua de la bañera rebosando la porcelana. Volvió a juntar los párpados, casi en el estertor decisivo, y volvió a verla, tirando de él, hacia lo oscuro, hacia lo gélido, hacia lo impenetrablemente desconocido.
Nota del autor: Cuando murió Chejov en el balneario de Badenweiler, encontraron en su cuaderno de notas un último apunte para escribir un cuento. Decía así: “Un hombre gana una fortuna en el casino, regresa a su casa, se suicida”
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