En mayo de 2006 formé parte, junto con Miguel Ángel Arcas, del comité de lectura del concurso de microrrelatos de la Feria del Libro de Granada. De los ciento y pico presentados debíamos segregar una veintena para el jurado. En el cesto de los rechazados agonizaban de muertes horribles decenas de microrrelatos que no habían podido pasar las cribas. En esas aparecieron unas piezas firmadas por un tal Holden Caulfield. Fue Arcas el primero que las vio. Eran tres. No hubo manera de tirarlas al cesto. Pasaron las horas y las lecturas, cada nueva escabechina era más implacable y sangrienta que la anterior, pero el tal Holden Caulfield siempre lograba salvar el pellejo. Al contrario que esos larguísimos fárragos de cinco líneas que tanto abundan en los concursos, aquellas tres historias –la del koala, la del dictador y su secreto y la de la habitación aleatoria– eran veloces y bienhumoradas, pura sustancia narrativa. Quienquiera que fuese su autor –no sé por qué, yo estaba convencido de que detrás había un autor y no una autora–, tenía inventiva y manejaba con soltura las escurridizas artes de narrar. Días más tarde los miembros del jurado –entre los que se encontraba, por cierto, Ángel Olgoso– validaron nuestra apreciación y decidieron multipremiar a Holden Caulfield, que resultó ser un tal Ginés S. Cutillas, de Valencia. Y fue en la entrega de premios cuando apareció por fin este señor de barba y hueso que tengo a mi lado, entonces un completo desconocido, para certificar que aquel nombre tan sonoro –Ginés S. Cutillas– no era otro seudónimo, sino su nombre real.
Ginés S. Cutillas. Siempre me ha fascinado ese nombre (me lo imagino impreso en doradas letras góticas con relieve en una ribeteada tarjeta de presentación). La vida es Ginés, y la literatura, Cutillas. Desde Cervantes ya se sabe que Ginés es un nombre marcado por la huida, un nombre para andarse metido en problemas. Y Cutillas es el olor a tinta de las máquinas de escribir. Todo escritor que tenga cierta edad y viva en Granada recordará aquella diminuta tienda de repuestos mecanográficos que había al lado de Plaza Nueva y que sobrevivió hasta mediados los años noventa. Cutillas simbolizaba los dedos manchados de sombra de principiante, el papel carbón entre los folios, el ruido del rodillo al girar, el tableteo de la Olivetti o la Olympia. Todo el que escribía novelas, cuentos, poemas, tesis doctorales o recetas de cocina acababa yendo allí a que le engrasaran la fantasía. De modo que Ginés es la vida y Cutillas la literatura. Pero ¿y la S? ¿Qué significa la S? Ginés nunca lo ha aclarado del todo. Sabemos que Sánchez no es. Ha recibido, me consta, fuertes presiones para que elimine esa S. algo rancia, esa S. como de escritor de best sellers o de millonario norteamericano de los años cuarenta. Pero él se aferra a su S, y hace bien.
Porque sospecho que por el tobogán de la S Ginés y Cutillas se intercambian información para fabricar brevedades literarias. Si le quitas la S Ginés dejará de escribir. La S es un umbral.
Me explico. Ginés inventa historias todo el tiempo. Las piensa en forma de microrrelatos. Pertenece a esa hornada de nuevos narradores familiarizados tanto con la literatura como con la tecnología (Ginés es informático de profesión), que escriben y leen a partir de los paradigmas textuales inaugurados por la era digital, la red, los blogs, el entorno 2.0, y que son capaces de sacarse de la manga un libro de minificciones como si fuese la cosa más normal del mundo. Vas por la calle con él y de pronto se queda mirando un semáforo. Te das cuenta de que una idea acaba de deslizarse por el corredor de la S entre Ginés y Cutillas, y entonces le brota el cuento como a aquel personaje de Cortázar le brotaban los conejitos (y que acaba tan mal, por cierto, como el protagonista escritor de “Simbiosis”, uno de los microrrelatos metaficionales del libro). Ginés tiene tan interiorizados los procedimientos estructurales del género que las historias le surgen ya con sus comienzos in media res, con sus finales a lo Poe, con la elisión de los transcursos narrativos, cada escena fraguada en su totalidad instantánea. Fue así como a Ginés le brotó un koala.
El koala es un animal inofensivo y tierno, absurdo pero no amenazante. Su aparición en el armario simboliza la irrupción de lo desconocido. La metáfora del koala construye uno de los sentidos internos del libro. Es un desdoblamiento, quizá una proyección del narrador, la parte oscura que ha dejado de ser un fantasma y se ha materializado en el lugar donde se guarda la ropa, el lugar más cotidiano y a la vez más propenso al misterio. El koala es el otro lado de las cosas, la parte animal, lo inconsciente. Pero lo curioso es que el narrador no se asusta del koala ni se pregunta por qué ha aparecido y qué hace allí. Convive sin problemas con él, hace como que no le ve. No hay terror, no hay inquietud ni extrañeza, sino una tranquila aceptación de la nueva realidad creada por el choque de dos mundos distantes.
Para que el koala se aparezca ha tenido que cruzar un umbral. Si hay una estructura que recorre como una raspa todos los cuentos de este libro es la idea del umbral. Cuando uno se fija bien, resulta que en todos ellos hay uno. A veces el umbral lo es en sentido negativo, y entonces se convierte en puerta infranqueable, muro, obstáculo que hay que apartar o que hay que romper. El umbral como barrera y no como salida. Esto sucede en los microrrelatos que tratan precisamente de la relación entre hombres y mujeres, los de tono más sombrío de todo el libro.
Pero en la mayoría de las veces no hay trauma, y aquí es donde el estilo Cutillas adquiere su luminosidad característica, su blancura casi naif. El umbral es frontera, límite, gozne, raya facilitadora, río invisible que permite cruzar al otro lado. De ahí el espejo, el doble, las estructuras binarias, las dicotomías. (Es divertido perseguir y anotar las dicotomías, en cada microrrelato hay una, a veces son el paisaje donde tiene lugar la historia, como esa sombra que en “Desconfianza ciega” divide un campo de fútbol en dos mitades y en dos partidos simultáneos; y otras veces son el disparadero de la acción: escritor-personaje, dictador-fusilado, ruido de las musas frente a silencio de las fábricas, el ejército frente a un hombre solo, vigilia-sueño, cóncavo-convexo...)
Los narradores protagonistas asisten con la mayor naturalidad al advenimiento de lo absurdo, un aparecerse que ni se explica ni se teme, al igual que los personajes de Un perro andaluz tiraban de un piano y un burro podrido con absoluta normalidad. También el lenguaje asiste sin sorpresa a los tránsitos entre dimensiones. El lenguaje no cambia nunca de tono ni se asusta por nada. Y surgen entonces escenas a lo Magritte, Max Ernst, los paisajes imposibles de Escher, las matemáticas, la teoría del caos, como en aquella habitación de hotel en cuyo espacio interior sucede un comportamiento impredecible y aleatorio del tiempo cada vez que se abre la puerta.
Las historias del Koala no suceden en el ámbito de lo extraordinario ni de lo maravilloso, sino en el de lo fantástico; es decir, no suceden en mundos increíbles cuyas leyes no tenemos más remedio que creer, sino que exploran algo más sutil, los conceptos de límite y contigüidad, todo el juego de relaciones entre los mundos de lo posible y lo imposible, igual que los indios amazónicos cruzan a su antojo las fronteras entre los países, de Brasil a Perú, de Perú a Bolivia, porque no reconocen esas fronteras o porque no las perciben como muro sino como lugar de paso. Gracias a la electricidad conductora de la S misteriosa, Ginés pone en pie ficciones que cualquier otro escritor menos imaginativo y más consciente desecharía al primer vistazo. Ginés cree conmovedoramente en sus historias, y eso es algo que captan enseguida sus lectores más jóvenes. Yo hice una prueba; háganla ustedes también. Di a leer el libro al hijo adolescente de una amiga. La prueba fue un completo éxito. No es nada científico todavía, recién lo estoy investigando, pero sospecho que el Koala funcionaría eficazmente como introductor al género y como estimulador de la lectura de minificción fantástica en la enseñanza secundaria. La blanca ternura de sus invenciones y esa fe cutillesca en la fantasía conectan con el imaginario adolescente. Si hay profesores entre ustedes, anímense a hacer la prueba entre sus alumnos. Le pregunté, por cierto, al hijo de mi amiga qué microrrelato le había gustado más. No sé, dudó. Bueno, sí: el de aquel loco que vence al ejército más poderoso del mundo trazando una raya en la tierra con un palo de madera.
lunes, 26 de abril de 2010
jueves, 8 de abril de 2010
¿Por qué el interés de tantos creadores hacia Cavalleria rusticana?
¿Quién fue Giovanni Verga?
http://www.youtube.com/watch?v=9fAE4nyzxSg
http://www.youtube.com/watch?v=9fAE4nyzxSg
lunes, 5 de abril de 2010
"Matar por amor", de Giorgio Scerbanenco, (trad. José Abad, Almuzara, 2010)
Paseo por el amor y la muerte
-Miguel Sabadejo-
Giorgio Scerbanenco tenía una facilidad innata para tramar historias y una soltura pareja a la hora de tejerlas en el tapiz inagotable de la página en blanco. Fue un digno exponente de lo que calificaríamos “profesionales de la ficción”; en algo más de tres décadas de dedicación a la escritura, puso punto final a ochenta y dos novelas y un millar de relatos, buena parte de los cuales permanecen diseminados por hemerotecas, dentro de revistas de hojas amarillentas, en espera de ser recopilados en volumen. Roberto Pirani, uno de los principales impulsores de la reivindicación y recuperación de su figura y obra, reunió una veintena de estos relatos dispersos en Matar de amor. La antología, editada inicialmente en Palermo en 2002, acaba de ser puesta en el mercado español por Almuzara; una iniciativa a tener en cuenta, pues todo indica que, sorteada la defenestración y superado el olvido, se seguirá hablando de él en el futuro. El próximo año, sin ir más lejos, se celebra el primer centenario de su nacimiento.
Scerbanenco ha sido el primer clásico de la narrativa criminal en Italia. A principios de la década de los 40, con Benito Mussolini al timón de la nación y rumbo al desastre, el escritor comenzó a foguearse en el género en una serie de novelas ambientadas no por casualidad en Estados Unidos, lejos del limbo fascista, y protagonizadas por Arthur Jelling, un miembro de la policía de Boston. A pesar de una manifiesta simpatía por los patrones norteamericanos, sus referentes no serían sólo trasatlánticos, y en Matar de amor hallamos interesantes acercamientos a los modelos propugnados por la escuela inglesa (Agatha Christie y el suspense de salón) o la escuela francesa (Georges Simenon y el mundo de la provincia). La consagración le llegaría tarde, en la década de los 60, gracias a una serie de novelas ambientadas en Milán y con Duca Lamberti como protagonista. Por desgracia, Scerbanenco estaba condenado a no saborear las mieles de la fama; la vida se le acabó a sólo cincuenta y ocho años, hay que joderse, cuando las cosas empezaban a irle bien.
Los relatos recogidos en Matar por amor pertenecen al período 1948-1952. Los elementos comunes a prácticamente todas las piezas son una relación sentimental y desequilibrada que acaba derivando en delito -en asesinato a veces, no siempre-, y transforman la lectura en un paseo por el amor y la muerte, o por ciertas manifestaciones extremas del amor y la muerte. A pesar de manejar unos mismos o similares ingredientes en esta gavilla de relatos, Scerbanenco no se repite. Los destajistas de la ficción acostumbran a hacerlo; los profesionales, no. Sus tramas nunca son previsibles y no sólo porque apueste por intrigas ingeniosas, sino porque jamás olvida el componente humano, las implicaciones emocionales de unos personajes en situaciones límite, en una de esas circunstancias en donde afloran las facetas más hondas e inesperadas de la naturaleza humana.
Giorgio Scerbanenco, que escribió a menudo bajo seudónimo, convirtió esta práctica en estratagema. Con el alias de Jean-Pierre Rivière escribió cinco de las historias aquí recogidas, todas de ambientación francesa, y con un toque melancólico muy peculiar, como en la narración «Una menos», en la que un acomodado farmacéutico vuelve a encontrarse con una novia de juventud, caída en desgracia, que pretende aprovecharse del amor que aún siente por ella… Bajo el heterónimo de John Colemoore firmó, en cambio, varios relatos ambientados en Estados Unidos, en un tono más lacónico quizás, como en «La mujer de Antony», historia de una mujer acusada de dar muerte a su esposo y que acaba contrayendo matrimonio, sin saberlo, con el auténtico asesino… En los textos firmados con su propio nombre, por contra, Scerbanenco hace gala de una sutil ironía: en «Una recién casada» vemos cómo una jovencita desposada con un hombre mucho mayor prepara cuidadosamente la coartada que la ha de eximir, ante los ojos del mundo, de la muerte “accidental” del marido. Hablamos de una pieza, como otras muchas, modélica.
sábado, 20 de febrero de 2010
Elogio de lo breve: por qué el relato
Hace ya unos años el crítico George Steiner advertía en su obra "Lenguaje y silencio" del empobrecimiento que está sufriendo el lenguaje literario en los finales del siglo XX, y de la imparable tendencia a la "liviandad" que parece aquejar a las obras de los escritores de la posmodemidad. Abogaba Steiner por recuperar como canon literario la complejidad y extensión verbal, para contrarrestar esa corriente de "simplificación" que él consideraba negativa. Resulta además frecuente encontrar en las páginas de las revistas especializadas en literatura y en los suplementos de los diarios, que la crítica reclama una mayor densidad e incluso dificultad en el lenguaje que han de emplean los escritores. Para agravar este problema los nuevos medios surgidos a finales de milenio, por ejemplo Internet, están creando un discurso donde prima la superficialidad para agilizar la comunicación.
De todo ello se deduce un gran desconcierto que lleva a muchos lectores a confundir literatura breve con literatura liviana o simple, de forma que el escritor de relatos, aforismos o cuentos pasa automáticamente a formar parte de ese ejército que al propugnar la simplificación de las formas expresivas está contribuyendo al empobrecimiento de la literatura. Más aún, puede llegar a pensarse que la brevedad y la concisión son en el fondo los peligros que acechan a la literatura de nuestra época. Nada más lejos de la realidad.
A la vista de esta situación hemos de preguntamos: ¿Puede un escritor riguroso enarbolar la bandera de las formas breves? ¿Podemos reivindicar por ejemplo la concisión o la elipsis, como virtudes estilísticas?
En primer lugar conviene recordar que al principio de los tiempos y durante muchos siglos la literatura tuvo como máxima ineludible la brevedad, por cuanto que en sus inicios era inevitablemente oral (la literatura es anterior a la escritura). De esa remota época conservamos grandes monumentos de la palabra como son los cuentos populares, las fábulas, los mitos o los refranes, que adoptan claramente los cánones de la literatura breve ya que durante siglos su forma de conservación y transmisión fue memorística, y como es lógico, un texto que ha de ser repetido y conservado gracias al recuerdo no puede tener una gran extensión.
Pero todo lo que el hombre quiso en un principio contar lo quiso luego escribir, y tras el desarrollo de las técnicas adecuadas finalmente las creaciones literarias fueron registradas en un texto. Tras poner por escrito la Balada de Gilgamesh, la Biblia o la Odisea el hombre comenzó a pensar que la brevedad ya no era tan importante, puesto que las obras se podían conservar en un lugar diferente de la memoria. Entonces se propuso seguir consiguiendo avances en las formas escritas y por tanto en la complejidad del discurso, desarrollando los géneros así como las posibilidades técnicas del texto para alcanzar finalmente uno de los inventos más perfectos y benéficos que hasta ahora ha logrado la humanidad: el libro. Tras el libro apareció la imprenta, y una vez perfeccionada ésta los escritores pudieron por fin dar rienda suelta a las posibilidades que el uso del lenguaje y la ficción les ofrecía; la época dorada del libro comienza precisamente entonces, cuando Cervantes, Shakespeare, Moliere, Quevedo y otros muchos autores a lo largo de los siglos siguientes consigan sacarle todo el partido posible a la lucha y al juego con el lenguaje, seguros de que luego va a poder ser eficazmente reproducido en un texto impreso.
Es cierto como detecta Steiner en el ensayo aludido al principio, que tras el colosal trabajo llevado a cabo por Joyce, Nabokov, Cortázar, etc. los escritores actuales parecen “cansados” de desarrollar las posibilidades del texto escrito, que se habla constantemente de la crisis de la novela y que ha perdido prestigio la labor de innovar.
Pero es que además el hombre del siglo veintiuno es un consumidor voraz e insaciable de ficciones. Contempla continuamente historias en las películas que ve, pero también en los anuncios televisivos, en los reportajes o en los dibujos de un cómic, de forma tal que durante una vida normal cualquier persona ha conocido miles de argumentos y tramas. Frente a tamaña competencia el escritor difícilmente puede aspirar a crear una nueva historia, pero lo que sí puede hacer es aprovecharse del conocimiento que el lector tiene ya de la ficción para llevarle a algún lugar que no haya visitado aún. Y es precisamente esa experiencia previa sobre la ficción uno de los grandes aliados del escritor de formas breves, que en ocasiones sólo tiene que sugerir un inicio para que sus lectores imaginen el resto de la historia, y en otras, juega con la previsibilidad de los argumentos.
Regresando a la simplicidad y dejando puertas abiertas para que el lector colabore en la construcción del relato, el escritor de formas breves puede plantearse nuevos retos relacionados con la intensidad y complejidad del lenguaje. En esa estrategia entraría la admiración por la elipsis, por la concisión, por el poder de la sugerencia, por la reelaboración de las estructuras narrativas, que en muchos casos trabajan los escritores de géneros breves.
Sería pues a partir de estos presupuestos sobre los cuales el relato moderno construiría su razón de ser, abriendo nuevos caminos para la literatura y la expresión escrita sin renunciar a sus propios valores estilísticos, y sin que se le infravalore por no seguir el canón establecido desde hace siglos.
domingo, 31 de enero de 2010
Paisaje sonoro, relato de Alejandro Pedregosa
La viuda abrió la puerta. Miró al comisario a los ojos almendrados y sucios.
-Disculpe, señora Ludimberg, necesitamos que nos conteste a unas preguntas.
Bajó los párpados en señal de asentimiento, y notó que en el descenso se empezaron a derrumbar también sus últimas esperanzas.
-Viuda de Ludimberg. –Dijo, corrigiendo al comisario.
-Sí claro, viuda de Ludimberg, disculpe.
Pasaron y se acomodaron en el salón. Junto al comisario venía una jovencita de apenas treinta años: la inspectora Beatriz. Algún tipo de mensaje que excluía las palabras se dio entre las dos mujeres. La mirada de la inspectora Beatriz le anunciaba su inminente detención pero al mismo tiempo la tranquilizaba sobre la crueldad del lo que hubiera de pasarle de ahora en adelante. La viuda entendió aun antes de que el comisario hablara.
-Venimos a detenerla por el asesinato de su marido –confesó el comisario mirando a la alfombra, casi con rubor.
La viuda se recostó en el respaldo del sofá, ligera y aliviada, como si le hubieran descargado el yugo que llevaba sobre los hombros. Ni siquiera se molestó en fingir sorpresa.
-De acuerdo, sonrió –giró la cabeza hacia la inspectora y preguntó– ¿Puedo llevar una pequeña maleta?
Beatriz asintió.
-Pero debo estar presente mientras la prepara.
Ambas mujeres se introdujeron por un pasillo ancho con ventanas que recibían la luz de la calle. El comisario quedó solo en mitad de aquella especie de museo dedicado al difunto señor Ludimberg. Fotos con todo tipo de artistas y personalidades, el violín de su aprendizaje infantil conservado en una urna, premios internacionales en la vidriera, en definitiva, el relicario gigantesco de lo que el señor Ludimberg fue para la historia de la música clásica. Sin duda, objetos y recuerdos de mucho valor que acabarían disparando las ganancias de cualquier casa de subastas.
Las dos mujeres regresaron haciendo gala del mismo sigilo que habían utilizado diez minutos antes para desaparecer. El comisario permanecía sentado y se rascaba con el dedo meñique las estribaciones de la calva.
-¿Preparada?
-Cinco minutos –y abrió la mano con sus cinco extensiones para que al comisario le fuera más sencillo entenderla– sólo cinco minutos. Supongo que no volveré en unos cuantos años. Estaba a punto de cenar cuando ustedes llegaron y he tenido un día terrible, necesitaría comer un poco antes de marcharnos. Imagino que la noche será larga en comisaría.
Los ojos del comisario dijeron que no, los de Bea que sí. La mano en el bolsillo del comisario decía que era tarde, la de Beatriz ajustándose un pendiente decía que cinco minutos. La viuda esperaba el veredicto. Finalmente el comisario asintió.
-Bea, acompáñale a la cocina. Sea breve por favor, tenemos cierta urgencia.
-No lo creerá pero de alguna manera es como si los estuviera esperando. Quizá por eso he hecho la tortilla con seis huevos, qué tontería verdad, intuía que debía gastarlos, como si me fuera a ir por un largo periodo.
Las dos mujeres desaparecieron de nuevo, en esta ocasión en dirección contraria. Instantes después volvían con una maravillosa tortilla de patatas que irradiaba una luz propia. El comisario no pudo por menos que abrir en toda su extensión aquellos ojos suyos, pequeños y vulgares. Beatriz traía una cesta con pan y una botella de vino.
Los policías rehusaron la invitación. El cuchillo se introdujo en la masa con la naturalidad del agua que inunda un surco. La cuña que la viuda se sirvió destilaba cierto aroma irrenunciable y brillaba en los ojos del comisario como una joya en un escaparate. La viuda lo advirtió y renovó su invitación.
-No debería –se excusó el comisario– pero ciertamente …
-Pruebe –le animó la viuda– son huevos de campo, mi marido era sumamente exigente en lo que a alimentación se refiere, y por qué no decirlo, también algo ridículo. Fíjese que se hacía traer la verdura y los huevos desde Redoma. Cien kilómetros conducía el chaval de la granja cada semana, claro que bien que se los pagaba.
La prudencia y lo inusual de la situación llevaron al comisario a cortar apenas una finísima lasca, y mientras se desacía en su boca comprendió la paradoja que dormía en las manos de aquella señora, tan sensibles al asesinato como al arte de los fogones.
-La felicito. Está deliciosa.
Beatriz los miraba casi divertida. Ciertamente aquella profesión tenía momentos esperpénticos.
La viudad sirvió al comisario, sin que éste lo pidiera, una breve copa de vino. Él comprendió que aquel detalle lo habilitaba para servirse un nuevo pedazo, que en esta ocasión sajó sin reparos.
Igualando por aquí e igualando por allá, la perfecta circunferencia de huevos, patata y cebolla había descubierto un dibujo con motivos florales en el fondo del plato.
-Bueno –dijo la viuda después de apurar su copa– muchas gracias, comisario. Necesitaba sentir por última vez el calor del hogar.
El comisario había comenzado a sentir cierta filicación con la mujer y sin saber muy bien por qué quisó darle ánimos.
-No sea tan drástica, usted es joven todavía y los años pasarán rápido.
Ella lo miró con una sonrisa condescendiente.
-No, comisario, yo nunca volveré porque no he de marcharme.
Los dos policías se miraron sin entender. Al comisario no le gustaban las adivinanzas, así que intentó cortar por lo sano. Se acercó a la viuda y le tocó el brazo como dándole a entender que era la hora.
La mujer le asestó de nuevo una sonrisa casi cariñosa.
-Siéntese, comisario. La muerte se recibe mejor sentado que de pie.
Un miedo paralizante hizo que el comisario le soltase el brazo. Aquella mujer no estaba loca, aunque hablase como tal, y esa evidencia le punzó en algún lugar ignoto entre el corazón y los pulmones. Giró su cabeza hacia Bea y después hacia el plato vacío con insignifantes rastros de tortilla.
-¿Sabe usted, comisario, cuánto tiempo se necesita batir el arsénico para que se funda con las llemas de huevo? Le sorprendería. Ocho minutos exactos, manualmente claro, en una batidora el proceso sería mucho más rápido, pero yo soy de la vieja escuela. Siéntese, comisario –insistió– porque el arsénico se come el oxígeno de la sangre con la misma voracidad que usted y yo nos hemos zampado esta tortilla, y de aquí a un par de minutos comenzaremos a respirar con dificultad y es mejor que la última vocanada nos pille sentados, no resulta elegante derrumbarse ante la inminencia de la muerte.
La inspectora Beatriz, en un gesto tan inútil como estúpido, desenfundó su arma y apuntó con ella a la viuda.
Alejandro Pedregosa (Granada, 1974) es licenciado en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada. La mayor parte de su producción literaria se enmarca en el terreno de la poesía. Ha publicado dos libros de poemas: Postales de Grisaburgo y alrededores (accésit del Premio García Lorca, 2000) y Retales de un tiempo amarillo (Premio Ciudad de Trujillo, 2002). Participa en el libro colectivo Dos días laborables y un domingo (Ayuntamiento de Loja, 2001, gracias al accésit del Premio Artífice de Poesía). En octubre de 2004 recibe el accésit del Premio José Agustín Goytisolo en Barcelona y en abril de 2005 gana el Premio de Novela José Saramago con Paisaje quebrado, editado por Germanía. Fue director de la revista literaria “Letra Clara”.
-Disculpe, señora Ludimberg, necesitamos que nos conteste a unas preguntas.
Bajó los párpados en señal de asentimiento, y notó que en el descenso se empezaron a derrumbar también sus últimas esperanzas.
-Viuda de Ludimberg. –Dijo, corrigiendo al comisario.
-Sí claro, viuda de Ludimberg, disculpe.
Pasaron y se acomodaron en el salón. Junto al comisario venía una jovencita de apenas treinta años: la inspectora Beatriz. Algún tipo de mensaje que excluía las palabras se dio entre las dos mujeres. La mirada de la inspectora Beatriz le anunciaba su inminente detención pero al mismo tiempo la tranquilizaba sobre la crueldad del lo que hubiera de pasarle de ahora en adelante. La viuda entendió aun antes de que el comisario hablara.
-Venimos a detenerla por el asesinato de su marido –confesó el comisario mirando a la alfombra, casi con rubor.
La viuda se recostó en el respaldo del sofá, ligera y aliviada, como si le hubieran descargado el yugo que llevaba sobre los hombros. Ni siquiera se molestó en fingir sorpresa.
-De acuerdo, sonrió –giró la cabeza hacia la inspectora y preguntó– ¿Puedo llevar una pequeña maleta?
Beatriz asintió.
-Pero debo estar presente mientras la prepara.
Ambas mujeres se introdujeron por un pasillo ancho con ventanas que recibían la luz de la calle. El comisario quedó solo en mitad de aquella especie de museo dedicado al difunto señor Ludimberg. Fotos con todo tipo de artistas y personalidades, el violín de su aprendizaje infantil conservado en una urna, premios internacionales en la vidriera, en definitiva, el relicario gigantesco de lo que el señor Ludimberg fue para la historia de la música clásica. Sin duda, objetos y recuerdos de mucho valor que acabarían disparando las ganancias de cualquier casa de subastas.
Las dos mujeres regresaron haciendo gala del mismo sigilo que habían utilizado diez minutos antes para desaparecer. El comisario permanecía sentado y se rascaba con el dedo meñique las estribaciones de la calva.
-¿Preparada?
-Cinco minutos –y abrió la mano con sus cinco extensiones para que al comisario le fuera más sencillo entenderla– sólo cinco minutos. Supongo que no volveré en unos cuantos años. Estaba a punto de cenar cuando ustedes llegaron y he tenido un día terrible, necesitaría comer un poco antes de marcharnos. Imagino que la noche será larga en comisaría.
Los ojos del comisario dijeron que no, los de Bea que sí. La mano en el bolsillo del comisario decía que era tarde, la de Beatriz ajustándose un pendiente decía que cinco minutos. La viuda esperaba el veredicto. Finalmente el comisario asintió.
-Bea, acompáñale a la cocina. Sea breve por favor, tenemos cierta urgencia.
-No lo creerá pero de alguna manera es como si los estuviera esperando. Quizá por eso he hecho la tortilla con seis huevos, qué tontería verdad, intuía que debía gastarlos, como si me fuera a ir por un largo periodo.
Las dos mujeres desaparecieron de nuevo, en esta ocasión en dirección contraria. Instantes después volvían con una maravillosa tortilla de patatas que irradiaba una luz propia. El comisario no pudo por menos que abrir en toda su extensión aquellos ojos suyos, pequeños y vulgares. Beatriz traía una cesta con pan y una botella de vino.
Los policías rehusaron la invitación. El cuchillo se introdujo en la masa con la naturalidad del agua que inunda un surco. La cuña que la viuda se sirvió destilaba cierto aroma irrenunciable y brillaba en los ojos del comisario como una joya en un escaparate. La viuda lo advirtió y renovó su invitación.
-No debería –se excusó el comisario– pero ciertamente …
-Pruebe –le animó la viuda– son huevos de campo, mi marido era sumamente exigente en lo que a alimentación se refiere, y por qué no decirlo, también algo ridículo. Fíjese que se hacía traer la verdura y los huevos desde Redoma. Cien kilómetros conducía el chaval de la granja cada semana, claro que bien que se los pagaba.
La prudencia y lo inusual de la situación llevaron al comisario a cortar apenas una finísima lasca, y mientras se desacía en su boca comprendió la paradoja que dormía en las manos de aquella señora, tan sensibles al asesinato como al arte de los fogones.
-La felicito. Está deliciosa.
Beatriz los miraba casi divertida. Ciertamente aquella profesión tenía momentos esperpénticos.
La viudad sirvió al comisario, sin que éste lo pidiera, una breve copa de vino. Él comprendió que aquel detalle lo habilitaba para servirse un nuevo pedazo, que en esta ocasión sajó sin reparos.
Igualando por aquí e igualando por allá, la perfecta circunferencia de huevos, patata y cebolla había descubierto un dibujo con motivos florales en el fondo del plato.
-Bueno –dijo la viuda después de apurar su copa– muchas gracias, comisario. Necesitaba sentir por última vez el calor del hogar.
El comisario había comenzado a sentir cierta filicación con la mujer y sin saber muy bien por qué quisó darle ánimos.
-No sea tan drástica, usted es joven todavía y los años pasarán rápido.
Ella lo miró con una sonrisa condescendiente.
-No, comisario, yo nunca volveré porque no he de marcharme.
Los dos policías se miraron sin entender. Al comisario no le gustaban las adivinanzas, así que intentó cortar por lo sano. Se acercó a la viuda y le tocó el brazo como dándole a entender que era la hora.
La mujer le asestó de nuevo una sonrisa casi cariñosa.
-Siéntese, comisario. La muerte se recibe mejor sentado que de pie.
Un miedo paralizante hizo que el comisario le soltase el brazo. Aquella mujer no estaba loca, aunque hablase como tal, y esa evidencia le punzó en algún lugar ignoto entre el corazón y los pulmones. Giró su cabeza hacia Bea y después hacia el plato vacío con insignifantes rastros de tortilla.
-¿Sabe usted, comisario, cuánto tiempo se necesita batir el arsénico para que se funda con las llemas de huevo? Le sorprendería. Ocho minutos exactos, manualmente claro, en una batidora el proceso sería mucho más rápido, pero yo soy de la vieja escuela. Siéntese, comisario –insistió– porque el arsénico se come el oxígeno de la sangre con la misma voracidad que usted y yo nos hemos zampado esta tortilla, y de aquí a un par de minutos comenzaremos a respirar con dificultad y es mejor que la última vocanada nos pille sentados, no resulta elegante derrumbarse ante la inminencia de la muerte.
La inspectora Beatriz, en un gesto tan inútil como estúpido, desenfundó su arma y apuntó con ella a la viuda.
Alejandro Pedregosa (Granada, 1974) es licenciado en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada. La mayor parte de su producción literaria se enmarca en el terreno de la poesía. Ha publicado dos libros de poemas: Postales de Grisaburgo y alrededores (accésit del Premio García Lorca, 2000) y Retales de un tiempo amarillo (Premio Ciudad de Trujillo, 2002). Participa en el libro colectivo Dos días laborables y un domingo (Ayuntamiento de Loja, 2001, gracias al accésit del Premio Artífice de Poesía). En octubre de 2004 recibe el accésit del Premio José Agustín Goytisolo en Barcelona y en abril de 2005 gana el Premio de Novela José Saramago con Paisaje quebrado, editado por Germanía. Fue director de la revista literaria “Letra Clara”.
martes, 5 de enero de 2010
Rdlatos "Chejov" de Esteban Gutiérrez
No era él, era otro; el de la mirada perdida y el rostro blanquecino, cuando los tapetes verdes absorbían su cerebro, cuando alargaba la expresión del semblante y le costaba tragar saliva, arañando sin descanso el interior de los bolsillos como si en ellos habitasen una decena de ratas. Era otro el que oteaba las mesas, siguiendo con la vista el juego de manos del prestidigitador que repartía suerte; buena y mala, a elegir. La garganta seca le hacía toser. Apostaba con el pensamiento: dos posturas a la carta del imbécil de la derecha si fuera yo ojos de hielo no te sirven de nada aquí vas o no vas. Esperaba que volteasen los naipes. Se mordía los labios si aquella jugada resultaba premiada. Lástima de no tener con qué. Al acecho de algún jugador despistado, llamándose ruin y ladrón para sus adentros (vomitaría pero las manos rasgan la tela del bolsillo, uñas felinas deseosas de poseer, mi vida por una moneda), pero dejando el garfio sobre la mesa, cerca de las torres de fichas, los dedos huesudos que comienzan a moverse, la araña que camina, lentamente, fatigada, hacia el rapto del capital.
Total, ya, para qué.
Pero no se trataba de eso, no era algo comprensible, algo que se puede hacer de modo racional. Había intentado explicarlo muchas veces, cada una de ellas de rodillas, postrado sobre unos pies delicados que se afanaban en marcharse lejos de allí. Es difícil explicar lo que me pasa, y su corazón volvía de viaje y el arrepentimiento duraba casi una semana. Hasta que el viernes recogía el sobre de la paga y pensaba que, aquella noche la suerte no le podía fallar.
Le echaron del trabajo, perdió la casa y dilapidó los ahorros pasados y los que pudiera juntar en doce vidas. Al llegar de la última partida tras varios días de ausencia, aquellos pies de porcelana, que se habían cansado de esperar, se llevaron la poca dignidad que le quedaba hasta el lecho del Sena. Fue entonces cuando decidió acabar con todo, sabiendo que eso significaba, acabar también consigo mismo. La posesión aquella, el espanto del juego, tenía que terminar.
Vagó por el Marais sin quitarse de la cabeza la pregunta. Recorrió el boulevard de Richard Lenoir, cruzando entre los tranvías de acera a acera, jugando a la muerte. No se dejó atracar en la Place des Vosges, enseñando las costillas de su pecho a aquellos dos malhechores como lugar idóneo para alojar aquel estilete de acero. Frente al Hotel de Ville lloró queriendo sacar de sí todo el mal que le poseía, pero no lograba serenarse y la concepción de que todo ya estaba decidido le hizo encaminar sus pasos hacia los puentes de la Cité. Subió a uno de ellos y recorrió en un equilibrio precario aquella valla de piedra hasta llegar al medio del cauce del río. Una tenue neblina vaporosa lo cubría. Cerró los ojos, adelantó los pies hasta dejar al aire las punteras y dobló las rodillas. Justo entonces, escuchó la voz.
Treinta y cinco.
Procedía de dentro de él, de su interior; pero la escuchaba perfectamente.
Treinta y cinco.
Hacía frió esa noche en París. Los vapores del río denotaban el contraste de temperaturas entre el día y la noche. Se incorporó. Otra vez la mirada perdida, las manos crispadas en los bolsillos sin nada que aprehender; otra vez aquella posesión. Sabía, aunque no quisiera saberlo, que en la Rue du Temple había casino. A dos minutos de allí. Casino con dados, naipes y ruleta. Volvió a adelantar las punteras, a flexionar las rodillas. ¿De qué le serviría ahora ganar nada? Se incorporó de nuevo. El vapor formaba caracolas evanescentes sobre el Sena. Sí, ya sé, el placer de ganar, obtener algo del destino, algo diferente a la mierda de siempre, al aburrido y repugnante modelo de vida, arrancárselo de entre las fauces por una vez en la vida. Maldijo para sí. ¿De qué servía saberlo si no tenía nada para apostar?
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
Otra vez la voz.
Lo entendió. Cerró los ojos y diseñó con el pensamiento dos luises de oro, veinticuatro quilates, relieve opaco, valor incalculable. Estaban en aquella joyería de Auber la mañana de sábado que compró el anillo de pedida. Nunca vio nada más bello, ni nada más valioso. Los volteó y encontró en el reverso dos sellos de la corona real y una fecha imposible para el siglo XX. Pesaban como plomo en su mano, podía casi sentir su pureza en el puño, el calor de la pasión que los fundía. Abrió los ojos. La bruma que seguía enroscándose hacia la bóveda del puente. La mano abierta y la crispación en su mirada al verla vacía.
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
Y fue al agacharse de nuevo, decidido esta vez a lanzarse al Sena obviando la voz, cuando escuchó el tintineo. Metió la mano con miedo en el bolsillo derecho. Logró tocar aquel metal caliente, como recién acuñado. Palpó con el índice y el pulgar y se estremeció al descubrir los rostros laureados.
Ni se atrevió a sacarlos del bolsillo. Bajó del alfeizar del puente y corrió hacia la Rue du Temple. Treinta y cinco. Una, dos; trece veces. Saltó la banca. Elogios, felicitaciones, lo nunca visto, besos y abrazos, champagne para celebrarlo. Y el cuerpo alisado, los nervios mudados, una satisfacción como de orgasmo, el tacto ausente y el cerebro vacío. Ya, por fin, conocí.
Con las primeras luces del día, caminaba por el empedrado recién bruñido por la manguera. En el bolsillo interior de la chaqueta un pagaré por cientos de miles de francos. La sonrisa queda, pero ya olvidada aquella satisfacción. Si estuviera, pensaba; si estuviera. Pero no. El frío de las losas de mármol de la entrada le traspasaba los zapatos. Ya aquello no era un hogar. Ya ni los pies ante los que tenderse rendido. Ahora, ahora que todo había cambiado.
No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
De nuevo la voz. Y la imaginó con los ojos cerrados, como si crease una diosa desde el arroyo, con los cabellos dorados y el vestido de raso radiante, con su cuerpo albado, tierno; con sus ojos de flor. La imaginó, y no tardó en sentirla a su lado, húmeda como él, agarrada de su mano. Abrió los ojos. El rostro velado por la cortina de la ducha, la cadena enroscada al cuello como un collar dentado, la asfixia a punto de llegar a su culminación, el agua de la bañera rebosando la porcelana. Volvió a juntar los párpados, casi en el estertor decisivo, y volvió a verla, tirando de él, hacia lo oscuro, hacia lo gélido, hacia lo impenetrablemente desconocido.
Nota del autor: Cuando murió Chejov en el balneario de Badenweiler, encontraron en su cuaderno de notas un último apunte para escribir un cuento. Decía así: “Un hombre gana una fortuna en el casino, regresa a su casa, se suicida”