En mayo de 2006 formé parte, junto con Miguel Ángel Arcas, del comité de lectura del concurso de microrrelatos de la Feria del Libro de Granada. De los ciento y pico presentados debíamos segregar una veintena para el jurado. En el cesto de los rechazados agonizaban de muertes horribles decenas de microrrelatos que no habían podido pasar las cribas. En esas aparecieron unas piezas firmadas por un tal Holden Caulfield. Fue Arcas el primero que las vio. Eran tres. No hubo manera de tirarlas al cesto. Pasaron las horas y las lecturas, cada nueva escabechina era más implacable y sangrienta que la anterior, pero el tal Holden Caulfield siempre lograba salvar el pellejo. Al contrario que esos larguísimos fárragos de cinco líneas que tanto abundan en los concursos, aquellas tres historias –la del koala, la del dictador y su secreto y la de la habitación aleatoria– eran veloces y bienhumoradas, pura sustancia narrativa. Quienquiera que fuese su autor –no sé por qué, yo estaba convencido de que detrás había un autor y no una autora–, tenía inventiva y manejaba con soltura las escurridizas artes de narrar. Días más tarde los miembros del jurado –entre los que se encontraba, por cierto, Ángel Olgoso– validaron nuestra apreciación y decidieron multipremiar a Holden Caulfield, que resultó ser un tal Ginés S. Cutillas, de Valencia. Y fue en la entrega de premios cuando apareció por fin este señor de barba y hueso que tengo a mi lado, entonces un completo desconocido, para certificar que aquel nombre tan sonoro –Ginés S. Cutillas– no era otro seudónimo, sino su nombre real.
Ginés S. Cutillas. Siempre me ha fascinado ese nombre (me lo imagino impreso en doradas letras góticas con relieve en una ribeteada tarjeta de presentación). La vida es Ginés, y la literatura, Cutillas. Desde Cervantes ya se sabe que Ginés es un nombre marcado por la huida, un nombre para andarse metido en problemas. Y Cutillas es el olor a tinta de las máquinas de escribir. Todo escritor que tenga cierta edad y viva en Granada recordará aquella diminuta tienda de repuestos mecanográficos que había al lado de Plaza Nueva y que sobrevivió hasta mediados los años noventa. Cutillas simbolizaba los dedos manchados de sombra de principiante, el papel carbón entre los folios, el ruido del rodillo al girar, el tableteo de la Olivetti o la Olympia. Todo el que escribía novelas, cuentos, poemas, tesis doctorales o recetas de cocina acababa yendo allí a que le engrasaran la fantasía. De modo que Ginés es la vida y Cutillas la literatura. Pero ¿y la S? ¿Qué significa la S? Ginés nunca lo ha aclarado del todo. Sabemos que Sánchez no es. Ha recibido, me consta, fuertes presiones para que elimine esa S. algo rancia, esa S. como de escritor de best sellers o de millonario norteamericano de los años cuarenta. Pero él se aferra a su S, y hace bien.
Porque sospecho que por el tobogán de la S Ginés y Cutillas se intercambian información para fabricar brevedades literarias. Si le quitas la S Ginés dejará de escribir. La S es un umbral.
Me explico. Ginés inventa historias todo el tiempo. Las piensa en forma de microrrelatos. Pertenece a esa hornada de nuevos narradores familiarizados tanto con la literatura como con la tecnología (Ginés es informático de profesión), que escriben y leen a partir de los paradigmas textuales inaugurados por la era digital, la red, los blogs, el entorno 2.0, y que son capaces de sacarse de la manga un libro de minificciones como si fuese la cosa más normal del mundo. Vas por la calle con él y de pronto se queda mirando un semáforo. Te das cuenta de que una idea acaba de deslizarse por el corredor de la S entre Ginés y Cutillas, y entonces le brota el cuento como a aquel personaje de Cortázar le brotaban los conejitos (y que acaba tan mal, por cierto, como el protagonista escritor de “Simbiosis”, uno de los microrrelatos metaficionales del libro). Ginés tiene tan interiorizados los procedimientos estructurales del género que las historias le surgen ya con sus comienzos in media res, con sus finales a lo Poe, con la elisión de los transcursos narrativos, cada escena fraguada en su totalidad instantánea. Fue así como a Ginés le brotó un koala.
El koala es un animal inofensivo y tierno, absurdo pero no amenazante. Su aparición en el armario simboliza la irrupción de lo desconocido. La metáfora del koala construye uno de los sentidos internos del libro. Es un desdoblamiento, quizá una proyección del narrador, la parte oscura que ha dejado de ser un fantasma y se ha materializado en el lugar donde se guarda la ropa, el lugar más cotidiano y a la vez más propenso al misterio. El koala es el otro lado de las cosas, la parte animal, lo inconsciente. Pero lo curioso es que el narrador no se asusta del koala ni se pregunta por qué ha aparecido y qué hace allí. Convive sin problemas con él, hace como que no le ve. No hay terror, no hay inquietud ni extrañeza, sino una tranquila aceptación de la nueva realidad creada por el choque de dos mundos distantes.
Para que el koala se aparezca ha tenido que cruzar un umbral. Si hay una estructura que recorre como una raspa todos los cuentos de este libro es la idea del umbral. Cuando uno se fija bien, resulta que en todos ellos hay uno. A veces el umbral lo es en sentido negativo, y entonces se convierte en puerta infranqueable, muro, obstáculo que hay que apartar o que hay que romper. El umbral como barrera y no como salida. Esto sucede en los microrrelatos que tratan precisamente de la relación entre hombres y mujeres, los de tono más sombrío de todo el libro.
Pero en la mayoría de las veces no hay trauma, y aquí es donde el estilo Cutillas adquiere su luminosidad característica, su blancura casi naif. El umbral es frontera, límite, gozne, raya facilitadora, río invisible que permite cruzar al otro lado. De ahí el espejo, el doble, las estructuras binarias, las dicotomías. (Es divertido perseguir y anotar las dicotomías, en cada microrrelato hay una, a veces son el paisaje donde tiene lugar la historia, como esa sombra que en “Desconfianza ciega” divide un campo de fútbol en dos mitades y en dos partidos simultáneos; y otras veces son el disparadero de la acción: escritor-personaje, dictador-fusilado, ruido de las musas frente a silencio de las fábricas, el ejército frente a un hombre solo, vigilia-sueño, cóncavo-convexo...)
Los narradores protagonistas asisten con la mayor naturalidad al advenimiento de lo absurdo, un aparecerse que ni se explica ni se teme, al igual que los personajes de Un perro andaluz tiraban de un piano y un burro podrido con absoluta normalidad. También el lenguaje asiste sin sorpresa a los tránsitos entre dimensiones. El lenguaje no cambia nunca de tono ni se asusta por nada. Y surgen entonces escenas a lo Magritte, Max Ernst, los paisajes imposibles de Escher, las matemáticas, la teoría del caos, como en aquella habitación de hotel en cuyo espacio interior sucede un comportamiento impredecible y aleatorio del tiempo cada vez que se abre la puerta.
Las historias del Koala no suceden en el ámbito de lo extraordinario ni de lo maravilloso, sino en el de lo fantástico; es decir, no suceden en mundos increíbles cuyas leyes no tenemos más remedio que creer, sino que exploran algo más sutil, los conceptos de límite y contigüidad, todo el juego de relaciones entre los mundos de lo posible y lo imposible, igual que los indios amazónicos cruzan a su antojo las fronteras entre los países, de Brasil a Perú, de Perú a Bolivia, porque no reconocen esas fronteras o porque no las perciben como muro sino como lugar de paso. Gracias a la electricidad conductora de la S misteriosa, Ginés pone en pie ficciones que cualquier otro escritor menos imaginativo y más consciente desecharía al primer vistazo. Ginés cree conmovedoramente en sus historias, y eso es algo que captan enseguida sus lectores más jóvenes. Yo hice una prueba; háganla ustedes también. Di a leer el libro al hijo adolescente de una amiga. La prueba fue un completo éxito. No es nada científico todavía, recién lo estoy investigando, pero sospecho que el Koala funcionaría eficazmente como introductor al género y como estimulador de la lectura de minificción fantástica en la enseñanza secundaria. La blanca ternura de sus invenciones y esa fe cutillesca en la fantasía conectan con el imaginario adolescente. Si hay profesores entre ustedes, anímense a hacer la prueba entre sus alumnos. Le pregunté, por cierto, al hijo de mi amiga qué microrrelato le había gustado más. No sé, dudó. Bueno, sí: el de aquel loco que vence al ejército más poderoso del mundo trazando una raya en la tierra con un palo de madera.
lunes, 26 de abril de 2010
jueves, 8 de abril de 2010
¿Por qué el interés de tantos creadores hacia Cavalleria rusticana?
¿Quién fue Giovanni Verga?
http://www.youtube.com/watch?v=9fAE4nyzxSg
http://www.youtube.com/watch?v=9fAE4nyzxSg
lunes, 5 de abril de 2010
"Matar por amor", de Giorgio Scerbanenco, (trad. José Abad, Almuzara, 2010)
Paseo por el amor y la muerte
-Miguel Sabadejo-
Giorgio Scerbanenco tenía una facilidad innata para tramar historias y una soltura pareja a la hora de tejerlas en el tapiz inagotable de la página en blanco. Fue un digno exponente de lo que calificaríamos “profesionales de la ficción”; en algo más de tres décadas de dedicación a la escritura, puso punto final a ochenta y dos novelas y un millar de relatos, buena parte de los cuales permanecen diseminados por hemerotecas, dentro de revistas de hojas amarillentas, en espera de ser recopilados en volumen. Roberto Pirani, uno de los principales impulsores de la reivindicación y recuperación de su figura y obra, reunió una veintena de estos relatos dispersos en Matar de amor. La antología, editada inicialmente en Palermo en 2002, acaba de ser puesta en el mercado español por Almuzara; una iniciativa a tener en cuenta, pues todo indica que, sorteada la defenestración y superado el olvido, se seguirá hablando de él en el futuro. El próximo año, sin ir más lejos, se celebra el primer centenario de su nacimiento.
Scerbanenco ha sido el primer clásico de la narrativa criminal en Italia. A principios de la década de los 40, con Benito Mussolini al timón de la nación y rumbo al desastre, el escritor comenzó a foguearse en el género en una serie de novelas ambientadas no por casualidad en Estados Unidos, lejos del limbo fascista, y protagonizadas por Arthur Jelling, un miembro de la policía de Boston. A pesar de una manifiesta simpatía por los patrones norteamericanos, sus referentes no serían sólo trasatlánticos, y en Matar de amor hallamos interesantes acercamientos a los modelos propugnados por la escuela inglesa (Agatha Christie y el suspense de salón) o la escuela francesa (Georges Simenon y el mundo de la provincia). La consagración le llegaría tarde, en la década de los 60, gracias a una serie de novelas ambientadas en Milán y con Duca Lamberti como protagonista. Por desgracia, Scerbanenco estaba condenado a no saborear las mieles de la fama; la vida se le acabó a sólo cincuenta y ocho años, hay que joderse, cuando las cosas empezaban a irle bien.
Los relatos recogidos en Matar por amor pertenecen al período 1948-1952. Los elementos comunes a prácticamente todas las piezas son una relación sentimental y desequilibrada que acaba derivando en delito -en asesinato a veces, no siempre-, y transforman la lectura en un paseo por el amor y la muerte, o por ciertas manifestaciones extremas del amor y la muerte. A pesar de manejar unos mismos o similares ingredientes en esta gavilla de relatos, Scerbanenco no se repite. Los destajistas de la ficción acostumbran a hacerlo; los profesionales, no. Sus tramas nunca son previsibles y no sólo porque apueste por intrigas ingeniosas, sino porque jamás olvida el componente humano, las implicaciones emocionales de unos personajes en situaciones límite, en una de esas circunstancias en donde afloran las facetas más hondas e inesperadas de la naturaleza humana.
Giorgio Scerbanenco, que escribió a menudo bajo seudónimo, convirtió esta práctica en estratagema. Con el alias de Jean-Pierre Rivière escribió cinco de las historias aquí recogidas, todas de ambientación francesa, y con un toque melancólico muy peculiar, como en la narración «Una menos», en la que un acomodado farmacéutico vuelve a encontrarse con una novia de juventud, caída en desgracia, que pretende aprovecharse del amor que aún siente por ella… Bajo el heterónimo de John Colemoore firmó, en cambio, varios relatos ambientados en Estados Unidos, en un tono más lacónico quizás, como en «La mujer de Antony», historia de una mujer acusada de dar muerte a su esposo y que acaba contrayendo matrimonio, sin saberlo, con el auténtico asesino… En los textos firmados con su propio nombre, por contra, Scerbanenco hace gala de una sutil ironía: en «Una recién casada» vemos cómo una jovencita desposada con un hombre mucho mayor prepara cuidadosamente la coartada que la ha de eximir, ante los ojos del mundo, de la muerte “accidental” del marido. Hablamos de una pieza, como otras muchas, modélica.